Es evidente que en el reducido espacio de 5 páginas no se puede ahondar en los temas ni justificarlos adecuadamente. Por eso, más que criticar el texto de Jorge Costadoat, me propongo complementarlo con algunos aportes que, como los suyos, habría que profundizar y fundamentar. Sigo el orden de sus dos partes.
1. Nacimiento e historia
Pienso que un factor importante en el “nuevo modo” de hacer teología que representa la TL (teología de la liberación) es un hecho propio del Concilio Vaticano II. Se trata de que el método con que funcionó hizo necesario y posible un inmenso diálogo cara a cara, durante 4 años, entre los pastores, entre ellos y los teólogos y entre los mismos teólogos. Un diálogo que tuvo momentos colectivos fuertes durante las 4 sesiones en Roma (de dos a tres meses cada una), pero que se extendió a los largos períodos entre las sesiones, en los que se reunían las diversas comisiones, formadas por algunos obispos y muchos teólogos. En América Latina, este diálogo se amplió al clero, pero también a los laicos que tenían una participación más activa en las comunidades y a científicos sociales.
Mientras el diálogo se mantenga en su forma originaria de encuentro entre personas, me parece que es el antídoto que salva a la teología de aislarse en una “torre de marfil” y de convertirse por lo tanto en “teología de escritorio”, en diálogo sólo con escritos necesariamente del pasado.
Para que el diálogo sea teológicamente fecundo, es imprescindible la participación del laicado, que es la enorme mayoría de la iglesia y el que tiene la experiencia real del encuentro (y desencuentro) entre la fe y la vida, es decir, de las dificultades inherentes a este encuentro. Pero para que la participación del laicado contribuya a una “teología” de la liberación, se requiere una condición básica: la formación bíblica, debido a que “el estudio de la Escritura es como el alma de la teología” (Vaticano II, Optatam totius 16), como también es el alma de la vida de la fe y de la acción pastoral de la iglesia: “Es necesario –dice el Concilio– que toda la predicación eclesiástica, como la misma religión cristiana, se nutra de la Sagrada Escritura, y se rija por ella. Porque en los sagrados libros el Padre que está en los cielos se dirige con amor a sus hijos y habla con ellos; y es tanta la eficacia que radica en la palabra de Dios, que es, en verdad, apoyo y vigor de la Iglesia, y fortaleza de la fe para sus hijos, alimento del alma, fuente pura y perenne de la vida espiritual” (Dei Verbum 21). En este punto, lamentablemente, estamos en un déficit monumental. El Concilio mostró la necesidad de facilitar al laicado la lectura de la Escritura; es impresionante el movimiento de difusión del libro de la Biblia que esto desató en la iglesia católica. Francisco pide hoy un paso más, a mi juicio un paso decisivo: “El estudio de las Sagradas Escrituras debe ser una puerta abierta a todos los creyentes” (EG 175, subrayado mío). No basta la lectura, es necesario el estudio, sin el cual la lectura no puede dar sus frutos.
2. Futuro
El proceso de diversificación de la TL señalado por Jorge Costadoat es real. La toma de conciencia de la diversidad de formas de opresión y, por consiguiente, de la diversidad de sujetos colectivos necesitados de liberación ha liberado a la TL de cierta unilateralidad inicial, que provocaba dos manifestaciones perniciosas. Una, hacer depender toda opresión sólo del puesto ocupado por las personas en el aparato productivo, caracterizado además por una simplificación: está constituido por capitalistas y obreros. De aquí la segunda manifestación perniciosa: la creencia de que existe una línea tajante que separa a opresores y oprimidos, de modo que hay que optar por unos contra otros. La toma de conciencia de la diversidad ha sido sanadora, porque nos ha hecho ver que todos somos, a la vez, aunque en distintos respectos, opresores y oprimidos. Por ejemplo, un varón, oprimido en cuanto obrero o campesino (por el lugar que ocupa en el aparato productivo de la economía) puede ser perfectamente un opresor en su hogar, por sus relaciones con su esposa (machismo), con sus hijos (dominación arbitraria) y con sus vecinos (poder mal ejercido en la comunidad eclesial o en las organizaciones sociales vecinales).
Sobre el problema de la posible aunque difícil unidad de la TL provocada por esta diversidad de formas de opresión, Enrique Dussel, hace ya más de 20 años, ha hecho una contribución muy lúcida (“Teología de la Liberación. Transformaciones de los supuestos epistemológicos”, en Theologica Xaveriana 47, 1997, 203-213). Dussel distingue dos niveles de TL: uno es el de las diversas TLs, cada una de las cuales corresponde a uno de los diversos sujetos oprimidos y a las causas de la respectiva opresión; el otro es el de una “metaTL”, cuyo objeto de reflexión son “los problemas abstractos y los supuestos de todas las diversas Teologías de la Liberación específicas”, una especie de TL fundamental (p. 211).
Jorge Costadoat piensa, con razón, que es necesario integrar el conflicto –tema insoslayable en toda TL– en el horizonte de la reconciliación, gracias a la visión escatológica unitaria de la historia, propia de Medellín y de la TL en sus orígenes. Pero esta integración tiene, a mi juicio, un supuesto imprescindible: la certeza de que la reconciliación, por lo mismo que es escatológica, no la lograremos nosotros en la historia, sino que será obra de Dios. Asimismo, Jesús no erradicó la enfermedad ni expulsó al demonio, sino que sanó a unos cuantos enfermos y liberó a algunos poseídos. Lo que nosotros podemos –y debemos– hacer es dar nuestros pequeños pasos en la dirección correcta; pasos que nos servirán a nosotros mismos y, esperamos, también a otros, como parábolas en acto del Reinado escatológico de Dios. Esta convicción nos puede liberar del fatal totalitarismo de los que creen posible el cielo en la tierra y, además, creen saber cómo lograrlo.