Quiero comenzar agradeciendo el tiempo y atención que Josefina Araos, Rossana Castiglioni, Roberto Gargarella, Luis Thielemann y Carlos Huneeus le dedicaron a mi artículo “Izquierda y Derecha en el Chile Actual”. Intentaré, en estas breves líneas, responder a las inquietudes y discrepancias más pronunciadas.
Quiero partir por la respuesta de Josefina Araos, quien hace el mejor resumen del texto original antes de añadir su réplica. Discrepo respecto del tono maniqueo que acusa. Sería maniqueo si quisiera presentar una posición como “buena” y otra como irremediablemente “mala”. Pero ni la izquierda ni la derecha están presentadas de esa manera. Ambas son posiciones ideológicamente legítimas. Aunque no es maniqueo, el ejercicio sí es impenitentemente reduccionista, en el sentido que busca identificar la discrepancia central o más básica entre una y otra posición. Deja, necesariamente, muchas otras complejidades de lado. Ahora bien, según entiendo de la respuesta de Araos, algunas de esas complejidades no son accidentales sino esenciales a la hora de trazar una línea divisoria, a saber, que la lógica del interés propio y la autonomía individual no son privativas de la derecha (al menos no en el último tiempo), y que la derecha también contiene tradiciones que destacan el valor de la comunidad por sobre la soberanía individual que pregona el liberalismo. Esto es interesante porque Araos reconoce que la llamada mentalidad neoliberal efectivamente identifica a parte importante de la derecha, incluso a sus “versiones más influyentes”, dice. Lo que ocurre es que Araos no comulga con esas versiones. El Instituto de Estudios de la Sociedad (IES), al cual pertenece, lleva años librando una batalla intelectual contra esas versiones más influyentes. Es justo que Araos destaque la existencia de otras derechas, de perfil más conservador y/o socialcristiano.
En este sentido, Araos observa que mi línea divisoria reposa demasiado en el ámbito económico, aquel ámbito donde lo que el dinero puede (o no puede) comprar se hace patente. Tiene razón. Reposa sobre dicho ámbito toda vez que, previo al estallido social de Octubre de 2019, me parecía que allí estaba el nervio dramático del debate político chileno, configurado principalmente en torno al hito de las movilizaciones de 2011. Después de Octubre 2019, como Araos observa pertinentemente, nuevos clivajes compiten en la interpretación de dicho debate, como por ejemplo el eje populista que opone un pueblo virtuoso a una elite corrupta. Este último desafía la preeminencia del eje ideológico izquierda vs. derecha, y en su reemplazo propone a los de abajo contra los de arriba. En cualquier caso, mi caracterización de la derecha no se reduce al puro interés propio de los individuos de diferenciarse y superar en estatus social al vecino. Coincido con Araos en que dicho espacio de libertad también involucra un ámbito de indisponibilidad respecto de lo colectivo, un ámbito de “agencia irreductible”, como ella le llama, que inevitablemente entra en tensión con la expansión del poder estatal. Sería extraño que un liberal no simpatizara con esa idea de libertad.
Respecto de la respuesta de Rossana Castiglioni, me cuesta ver dónde está la discrepancia relevante. Si bien es cierto que no apelo explícitamente a la distinción -a estas alturas clásica- de Norberto Bobbio, mi argumento discurre por un sendero aproximado. Tal como señala Castiglioni, Bobbio sostiene que la derecha no tiene mayores problemas con la desigualdad (económica) en la medida que ésta refleja un orden natural y difícil de remover, mientras la izquierda procura reducirla o eliminarla. Yo sostengo que la derecha considera que el acceso desigual a bienes y servicios es justo en tanto refleja talentos y esfuerzos diferenciados, y que la tendencia a esa diferenciación es natural, mientras la izquierda estima que hay bienes y servicios cuya provisión debe ser igualitaria en tanto constituyen los espacios comunes de la ciudadanía. Que la desigualdad sea natural o difícil de remover, en rigor, no es lo más relevante desde el punto de vista normativo. Siguiendo a Hume, que algo sea natural (propio del mundo fáctico), no significa que deba ser de esa manera para propósitos políticos. Que sea difícil de remover pone ciertas restricciones desde el punto de vista de la factibilidad, pero no constriñe necesariamente desde el punto de vista de la normatividad. Mi argumento también es similar al Juan Pablo Luna y Cristóbal Rovira, que cita con aprobación Castiglioni, respecto del continuo estado – mercado. La izquierda prefiere el primero porque allí el dinero no hace (ilegítima) diferencia. La derecha prefiere el segundo porque allí se despliega toda su (legítima) influencia. Desde este punto de vista, mi tesis es apenas una reelaboración conceptual de una idea poco original pero intelectualmente vigente. La prevención final de Castiglioni es premonitoria: el desafío, dice, “radica en ser capaces de albergar estas tensiones sin que produzcan una crisis política de desenlace incierto”. Bueno, parece que ya ocurrió y estamos precisamente en esa incertidumbre.
Siendo un humilde pero activo promotor de la filosofía liberal-igualitaria en Chile, la respuesta del destacado académico argentino Roberto Gargarella me desconcertó: jamás me habían recriminado mi ausencia de Rawlsianismo. En lo sustantivo, por lo visto, compartimos los mismos principios. Sin embargo, no creo que el apego a los principios de justicia Rawlsianos sirva de mucho para determinar qué es ser de izquierda y qué es ser de derecha en Chile o en otras partes del mundo. Una cosa es lo que yo personalmente considero la propuesta filosófico-política más atractiva, y otra cosa es la descripción de lo que, entiendo, propone la izquierda y la derecha. Como el mismo Gargarella comenta, “la propuesta rawlsiana nos permite salir del encierro de una discusión que tiende a quedarse en el debate estado-mercado”. Por eso, entre otras cosas, no sirve como guía para la tarea encomendada por los editores. A mí también me parece de cierta obviedad que “es injusto que una parte muy significativa de la sociedad –y los niños más pobres, en particular- reciban una educación peor, sin haber hecho nada para merecerlo, esto es, por razones por completo ajenas a su responsabilidad”. Pero la pregunta que el artículo intenta responder no es por la justicia, simpliciter, sino por lo que es justo desde una perspectiva de derecha y lo que es justo desde una perspectiva de izquierda. En esa dicotomía forzada por el ejercicio, es enteramente comprensible que los liberales igualitarios como Gargarella -y yo- nos sintamos incómodos. El propio Rawls es calificado de derechista por aquella izquierda que no acepta que su principio de diferencia tolere grados considerables de desigualdad -tal como expuso Fernando Atria en una conferencia conmemorativa de “Teoría de Justicia”, Rawls es prácticamente un neoliberal. Del mismo modo, es tildado de izquierdista por aquellos liberales clásicos y libertarios que no aceptan su visión sobre la comunalidad de los frutos del trabajo, su rechazo a la idea de mérito y el acento redistributivo del mismo principio de diferencia -en un reciente aniversario de la Fundación para el Progreso, Rawls fue presentado en contraposición a Hayek como un franco adversario ideológico. Por esto, considero que se hace complejo utilizar la teoría Rawlsiana para terciar en la disputa conceptual entre izquierda y derecha. Gargarella piensa que mi texto es “demasiado complaciente con el estado de cosas dominante”. Pero eso transmite un mal entendimiento de la tarea asignada, que no es defender una idea sustantiva de justicia sino presentar un panorama descriptivo de lo que define, en su esencia más básica, a la izquierda y a la derecha, en el marco de lo que la filosofía analítica anglosajona denomina análisis conceptual.
Así como mis dificultades con la respuesta de Gargarella son metodológicas dentro de la teoría política, mi desavenencia con los textos de Carlos Huneeus y Luis Thielemann son disciplinarios. Huneeus opta por hacer su propia distinción a partir de sus criterios empíricos -como él dice, hace ciencia y no teoría política-, y en ese sentido su texto -lamentablemente- no conversa con el mío. Como no se ocupa de mis argumentos, no se puede construir ningún diálogo sobre su respuesta. Thielemann, por su parte, reivindica la historiografía como disciplina imprescindible para elaborar cualquier distinción posible entre izquierda y derecha. A diferencia de Huneeus, sin embargo, articula una crítica severa y contundente contra la forma en la cual abordo el problema. Le llama ideologismo, que interpreto como una crítica en general contra una filosofía política de corte puramente analítico, a-histórica y a-situada, con pretensiones universalistas en el tiempo y el espacio desde la pura reflexión intelectual. “La derecha y la izquierda realmente existentes no pueden definirse por fuera de la historia realmente acontecida”, sugiere Thielemann, “y está determinada principalmente por la aspereza de la multidimensional experiencia de clase”. En efecto, la experiencia de clase, tal como la proyecta Thielemann, está ausente en mi distinción de lo que constituye izquierda y derecha. No obstante, no descarto la importante influencia de las trayectorias vitales en la conformación del pensamiento político: me parece del todo razonable que personas que hayan sufrido deprivación elaboren su identidad política desde la izquierda, así como personas que hayan disfrutado de posiciones aventajadas hagan lo mismo desde la derecha. La rabia frente a la injusticia percibida, y el miedo frente a un cambio en la situación de privilegio, son viejos motores motivacionales de una actitud de izquierda y de una actitud de derecha, respectivamente. Así lo sugiere una de las hipótesis que presento al comenzar mi artículo: se suele decir que la izquierda quiere el cambio, mientras la derecha la preservación del statu quo. Sin embargo, la ideología muchas veces trasciende el determinismo existencial: no todos los sectores populares son de izquierda, y no todos los sectores acomodados son de derecha. La breve aventura presidencial de Laurence Golborne en 2013 es útil para ilustrar el punto. Por primera vez, la derecha tenía un candidato de origen humilde que hacía carne el credo del sector: el esfuerzo y el mérito como llaves para el ascenso social. Lo que señalo en mi artículo es que la derecha, desde un punto de vista ideológico, se configura a partir de un discurso legitimador de la desigualdad, y no necesariamente a partir de una experiencia de clase, sin perjuicio que la segunda pueda influir fuertemente en lo primero. La crítica de Thielemann “es la no consideración, explícita o implícita, de la historia política real de masas como un elemento determinante en la configuración de izquierdas y derechas”. Entrando en el debate sobre la política real que propone, mi impresión es que se trata de un elemento condicionante, pero no determinante, como lo atestigua también, en la actualidad, la extracción social de la dirigencia del Frente Amplio (que difícilmente puede ser etiquetada de popular, aunque se posiciona como la coalición más izquierdista de nuestro sistema de partidos). Por lo anterior, precisamente, me concentro en el tipo de discurso ideológico que construyen los actores políticos, con cierta prescindencia de su experiencia concreta de clase.
Para terminar, habiendo escrito el articulo original con anterioridad al estallido social, una pregunta cae de cajón: ¿han cambiado las coordenadas ideológicas de izquierda y derecha después del 18-O? No necesariamente. Por un lado, es posible articular las demandas del movimiento social bajo las mismas categorías. Por ejemplo, una demanda por un sistema de pensiones más igualitario que prescinda del factor de ahorro individual es una demanda de izquierda, bajo los términos ofrecidos por mi artículo. Lo mismo en materia de salud y educación. Otras demandas parecen escapar de ese eje: la elaboración de una nueva constitución en democracia con garantías de participación a todos los sectores políticos no es de izquierda ni de derecha en el sentido aquí descrito. El reclamo No+Tag difícilmente puede calificarse de izquierda en tanto supone una medida regresiva desde el punto de vista redistributivo. Habría, por tanto, que analizar caso a caso. Por otro lado, tal como lo sugiere Araos, es posible detectar la instalación discursiva de un eje divisorio alternativo al tradicional izquierda – derecha, que divide a la población entre una ciudadanía que, con independencia de su color político, se percibe como víctima de sistemáticos abusos, y una clase dirigente (tanto de izquierda como de derecha) responsable de perpetrar o amparar dichos abusos. Se trataría del eje divisorio populista, en un sentido académico y no peyorativo del concepto. En principio, sostienen los expertos, podría haber populismos de izquierda y populismos de derecha. Se trata, por lo tanto, de un eje que no se orienta en la misma clave Sandeliana descrita en el artículo. Me incluyo entre aquellos que pensábamos que el populismo que se inoculaba en Chile tomaría fuerza desde la derecha, a partir del discurso nacionalista, anti globalización y anti intelectual de José Antonio Kast. Como ha observado pertinentemente Josefina Araos, a la luz del estallido social, este no fue el caso. Por el contrario, el relato populista de un pueblo virtuoso contra una elite corrupta, al grito de “¡que se vayan todos!”, si bien transversal, parece haberse hecho más fuerte desde la izquierda, y en el discurso de nuevos actores políticos como James Hamilton, que difícilmente pueden catalogarse de derecha.