Comentario por:
Matías Cociña
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¿Para qué necesitamos el mérito?
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Desde el inicio de esta década, el debate en torno al ideal meritocrático y sus consecuencias sobre la vida social se ha revitalizado. A los libros de Michael Sandel (The tyranny of merit) y Daniel Markovits (The Meritocracy Trap), ambos publicados en 2020, se han sumado trabajos locales como el reciente libro de Carlos Peña (La mentira noble) y varios artículos publicados por académicos como Juan Carlos Castillo y Jorge Atria. Estas publicaciones y otras han dotado de actualidad y preeminencia a una discusión en la que ya se habían embarcado en décadas anteriores, desde diversas disciplinas, autores como Sen (Merit and Justice, 2000),  Arrow, Bowels y Durlauf (Meritocracy and economic inequality, 2000), Duru-Bellat (Le mérite contre la justice, 2009), Hayes (Twilight of the elites, 2012) e incluso medios de prensa como The Economist (Meritocracy and its discontents, 2006; An hereditary meritocracy, 2015). A nivel local, lo propio habían hecho hace ya una década Engel y Navia (Que gane el más mejor, 2011), Araujo y Martuccelli (La escuela y la cuestión del mérito, 2015) y medios como CIPER Chile (columnas de Cociña, 2013), entre otros. Esta es, en suma, una discusión que se renueva y actualiza y que sin duda nos acompañará por un buen tiempo. Bien vale revisitarla.

En el artículo que motiva esta discusión, Jorge Atria utiliza como punto de partida la última oleada de publicaciones en Estados Unidos para, de manera resumida pero sistemática y documentada, “aterrizar” la discusión sobre la meritocracia a la realidad local. Parte por resumir los principales cuestionamientos al ideal meritocrático: su incapacidad de dar cuenta del carácter eminentemente idiosincrático y muchas veces azaroso del “mérito”; la tendencia de los esquemas meritocráticos a perpetuarse inter generacionalmente y cristalizar en sistemas de reproducción de privilegios; y su efecto corrosivo de la cohesión social y la solidaridad. Hay que sumar a esto la potencial erosión que generaría en los sistemas democráticos, al desplazar el ideal de un “gobierno de la mayoría” por uno centrado en las competencias técnicas de una minoría ilustrada.

Luego de revisar estos argumentos, Atria problematiza la pertinencia de importar de manera acrítica los conceptos y ejes argumentales esgrimidos en los países del hemisferio norte. Ellos se elaboran, nos dice, desde experiencias sociales e históricas que no necesariamente serían aplicables a un contexto como el chileno. En particular, la mirada nostálgica respecto de un pasado más igualitario, previo al actual reinado de la lógica meritocrática, sería justificable en sociedades como la norteamericana o europea (al menos durante tres o cuatro décadas del siglo XX), pero no a sociedades como la chilena, marcadas desde siempre por la desigualdad y por arreglos porfiadamente oligárquicos. Revisando el período histórico reciente, Atria destaca y contrasta el rol que ha jugado la rápida expansión de la educación y el particular espacio que el ideal meritocrático ocupa en los grupos medios y bajos. A diferencia de las élites, que en buena medida entienden el mérito como talento y lo utilizan como dispositivo de justificación de sus privilegios, el resto de la sociedad lo asociaría eminentemente a la idea de esfuerzo personal (y familiar) y lo utilizaría para dar sentido a sus propios sacrificios. Ambos hechos están bien documentados en la literatura empírica local. Finalmente, Atria explora la relación entre mérito e igualdad de oportunidades, argumentando que esta última debiese ser limitada en su alcance, aplicándola como criterio solo en aquellos espacios donde puede ser valiosa, a la vez que se le da más cabida a políticas que conduzca a una mayor igualdad de posiciones.[1]

Lo primero que se debe rescatar del artículo de Atria es el énfasis escogido por el autor. Es posible, de hecho, cuestionar fundadamente la adopción acrítica de conceptos y disputas propias de sociedades cuyas condiciones sociales e históricas son muy distantes a la realidad chilena. En la historia de Chile hay, qué duda cabe, muy poco que añorar en términos de arreglos sociales igualitarios. Ello tiene muy probablemente consecuencias sobre la forma en que los actores sociales han incorporado, articulado y utilizado el ideal meritocrático y sus discursos. Acá cabe, sin embargo, un primer matiz. Los datos históricos sobre desigualdad (ref. Rodriguez-Weber) constatan una reducción significativa de la desigualdad en chile, desde aproximadamente la década de 1930 hasta inicios de los años 70 (período similar que en Estados Unidos, por ejemplo), una etapa marcada por la instalación de las primeras bases de un estado de bienestar y la ampliación relativamente masiva de la educación (primaria), la salud y el empleo público. Sin acercarse nunca a los niveles de los estados de bienestar en países del norte, y habida cuenta de la exclusión de grupos importantes de la población (e.g. trabajadores rurales y pobres urbanos), el Siglo XX chileno no fue un período estático en términos de desigualdad. Hay, por el contrario, más antecedentes de impulsos igualitaristas desde el Estado en la historia de Chile de los que Atria reconoce en su artículo.

Sobre este punto, cabe destacar también que la nostalgia por un pasado más igualitario en países como EE.UU. suele omitir la situación de exclusión y demérito sistemático e institucionalizado que, en ese mismo período “igualitario,” sufrían las mujeres, la población afroamericana, los migrantes latinos y asiáticos, y los pueblos indígenas. Es, por así decirlo, una nostalgia de hombres blancos: se enfoca, por una parte, en un pasado en que las clases sociales estaban menos distanciadas y en que la clase media y trabajadora se organizaban en buena medida en torno a sindicatos fuertes de trabajadores y empleados (hombres, blancos). A ello se contrapone un presente meritocrático en que las élites (mayoritariamente de hombres blancos) se han distanciado del resto. Como argumenta Anderson (The Nation, 2021), estos énfasis implican que se excluya implícitamente de la discusión sobre meritocracia a los grupos históricamente vulnerados. Traducir y actualizar la discusión sobre meritocracia desde América Latina requiere, necesariamente, incorporar a estos grupos.

En tercer lugar, Atria describe adecuadamente las diferencias entre élites y el resto de la sociedad en la comprensión y uso de la idea de mérito, un hecho que está bien documentado. Sin embargo, creo que este no es, como sugiere el autor, un rasgo distintivo de la meritocracia “a la chilena”. El discurso norteamericano del “american dream” destaca, por ejemplo, el esfuerzo personal (y el “jugar dentro de las reglas”) como mecanismo de ascenso social por excelencia, a la vez que las élites se consideran a sí mismas particularmente talentosas y por tanto merecedoras de su posición y privilegios. Ese talento está “certificado”, en muchos casos, por sus títulos en las universidades más prestigiosas del país (para muestra, un botón).

Más allá de estos alcances puntuales, creo que el artículo de Jorge Atria es una oportunidad para (re)iniciar una conversación que debe no solo localizarse, como bien plantea el autor, sino también ampliarse. ¿Qué direcciones seguir, entonces, para seguir conversando?

Primero, es relevante destacar hasta qué punto el ideal meritocrático es parte de la batería de criterios normativos con los cuales las personas, especialmente en los grupos medios y medio-bajos, evalúan la justicia del orden social, de sus interacciones cotidianas (especialmente cuando éstas ocurren atravesando las fronteras de clase) y sus propios esfuerzos y sacrificios. En un país como Chile, en que los “mitos de origen” personal y familiar están siempre anclados en escenarios de carencia o miseria, las personas consideran que han “salido” de esos espacios (literal o metafóricamente) por sus propios medios, habitualmente mediante la educación y sin ninguna ayuda pública o siquiera solidaria. A su vez, la mantención del estatus actual está siempre bajo amenaza y sostenerlo requiere de esfuerzos que suelen colonizar el mundo de la vida, especialmente en la dimensión de las relaciones familiares (ref. Araujo y Martuccelli). Las personas en Chile se consideran a sí mismas, muchas veces con justa razón, la encarnación del sujeto meritocrático. Cuando la sociedad no les retribuye los recursos y reconocimientos que merecerían por sus esfuerzos, la frustración da paso a la rabia. Como ya se ha planteado en publicaciones como Desiguales, del PNUD, la idea de meritocracia no solo tiene un uso como dispositivo de justificación de las élites, sino también como una herramienta de crítica social “hacia arriba” que puede generar, si no impulsos igualitaristas (por las razones ya resumidas por Atria), al menos un cuestionamiento al orden elitista y oligárquico propio de las sociedades latinoamericanas.

Segundo, creo relevante someter a una mirada mucho más crítica la relación existente entre el ideal meritocrático y la expansión de la educación. Ésta ha abierto enormes posibilidades para un segmento importante de la población que hasta hace pocos años estaba excluida del espacio educacional, generando movilidad ascendente, lo cual debe celebrarse. Sin embargo, como bien apunta Elizabeth Anderson para el caso de Estados Unidos, si la educación formal es la única ruta que la sociedad ofrece para lograr una vida digna, es casi una certeza que muchos no lo lograrán transitarla. En parte porque no todos poseemos las competencias más valoradas por el sistema educacional y en parte porque en sociedades tan estratificadas como la chilena, en que los privilegios se defienden mediante diversos mecanismos de exclusión, ese camino está plagado de cortapisas y frustraciones, como bien ha mostrado la investigación de Manuel Canales y otras investigadoras e investigadores. La pregunta clave es, entonces, ¿qué garantías mínimas para una vida digna está dispuesta a ofrecer la sociedad chilena, incluso a quienes no se han subido al tren de la educación o a quienes, habiéndolo hecho, no han logrado “triunfar” en ese espacio?

En tercer lugar, y vinculado con lo anterior, me parece que al pensar en las consecuencias del orden meritocrático en el Chile actual la clave no está tanto en el sistema educacional, sino en el mundo del trabajo. Incluso si la ruta de la educación estuviera abierta para todos y todas -y reconociendo que esto es crecientemente así-, en el mundo del trabajo aún campea la discriminación, la precariedad y la explotación. Si lo que se busca es una vida digna para todas y todos, el mundo del trabajo debe proveer no solo igualdad de oportunidades de acceso y desarrollo, sino también salarios, seguridades y condiciones laborales que permitan a las y los trabajadores y sus familias acceder a las condiciones materiales para sostener una vida plena. Ello requiere, entre otras cosas, capacidad de agencia de las y los trabajadores, que en buena medida se logra mediante la acción colectiva. Pensar críticamente sobre meritocracia requiere volver a poner el trabajo y sus disputas al centro de la agenda.

Finalmente, es importante incorporar en la discusión sobre la meritocracia otras formas de estratificación y exclusión que van más allá del nivel socioeconómico o las clases sociales. ¿Cómo se modifican las preguntas sobre la importancia y pertinencia del mérito y la igualdad de oportunidades o resultados en las distintas esferas, al incorporar una perspectiva de género? ¿Cómo influye sobre la noción de mérito la desigual distribución espacial de las oportunidades y los recursos? ¿Cómo incorporar de manera orgánica en la discusión sobre mérito y meritocracia la pregunta por la etnia, la raza o el origen nacional de las personas, incluidas las discriminaciones y (des)ventajas que éstas implican? Aquí, a literatura norteamericana ofrece pocas pistas. Hay trabajo por hacer.

En suma, Intersecciones nos plantea una discusión que está aún abierta y debe expandirse. Jorge Atria acierta al poner el énfasis en la necesidad de “localizar” una discusión “importada”, dando cuenta de los principales argumentos en la literatura y de las complejidades que implica aplicarlos a la particular estructura de desigualdades chilena.  Dadas estas singularidades, creo que se debe dar aún más peso a la investigación empírica de los múltiples usos de la idea de mérito fuera de la elite; mover progresivamente el foco desde el mundo de la educación a las relaciones y mecanismos de inclusión/exclusión, control y explotación en el mundo del trabajo; y diversificar la pregunta, desde un foco en las diferencias socioeconómicas, a uno que incorpore otras formas de estratificación y segmentación social, como el género o la etnia. Menuda tarea.

[1] Atria plantea que las diferencias y las ventajas comparativas de perseguir estas dos formas de igualdad -de oportunidades vs. de posiciones o resultados- no han sido abordadas en profundidad por la filosofía, especialmente en comparación con la discusión en torno al mérito. Discutir este punto, con el que estoy en desacuerdo, requeriría una columna adicional.