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Daniela Urbina
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¿Para qué necesitamos el mérito?
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En su ensayo “Para qué necesitamos el mérito”, Jorge Atria problematiza el concepto de meritocracia en la actualidad. Su argumento central es que, frente a su imposibilidad, e incluso, su indeseabilidad, deberíamos desechar esta idea, y aferrarnos a una concepción más limitada de igualdad de oportunidades, y al mismo tiempo más expansiva de igualdad de resultados. El autor ofrece razones de peso para sustentar este argumento––el declive histórico de la movilidad social, la definición contingente y unidimensional de las habilidades premiadas en nuestra sociedad, y la estrecha relación entre el mérito y el beneficio de las élites.

La critica más dura a la meritocracia en el texto de Atria, y la que me parece más discutible, es que es un concepto indeseable.  Mi punto central es que la existencia de modelos culturales que ensalzan el rol del individuo en la construcción de su futuro, como la meritocracia, pueden tener beneficios para las personas incluso cuando el objetivo final es inalcanzable. Por lo tanto, definir la idea de meritocracia como indeseable me parece cuestionable.

Por ejemplo, estudios recientes en sociología de la cultura demuestran la importancia de las aspiraciones individuales en educación. Frye (2012) analiza el caso de Malawi, donde la expansión educacional fue acompañada de campañas gubernamentales ensalzando la importancia de un grado universitario para la movilidad social y la calidad de vida. A pesar de que un solo 10% de los estudiantes ingresan a la Universidad en Malawi, Frye observa que la mayoría de las alumnas tienen altas expectativas para su educación en el futuro. Lo sorprendente es que, a pesar de lo inalcanzable de estas metas, tener estos objetivos llevan a los estudiantes a priorizar sus actividades escolares por sobre el matrimonio, la iniciación de su vida sexual y otras actividades que en general traen beneficios al ser pospuestas. Si bien la mayoría de estos estudiantes no ingresarán a la educación superior, el estudio de Frye demuestra que la existencia de aspiraciones meritocráticas son una fuente de agencia para estos estudiantes, y que además éstas tienen implicancias positivas en otras áreas de su vida.

Otro estudio que ilustra este punto es Vaisey (2010), quién analiza la importancia de las aspiraciones educacionales en Estados Unidos. Utilizando una encuesta representativa a nivel nacional, Vaisey demuestra que tener altas expectativas educativas es especialmente relevante para las decisiones académicas de los jóvenes de menores ingresos. Los cimientos de estas expectativas, en parte, se basan en la creencia en un modelo meritocrático que conecta el esfuerzo individual en educación a un mejor futuro. La relación positiva entre expectativas educacionales y resultados académicos también ha sido ampliamente documentada en las ciencias sociales (e.g. Breen 1999; Morgan 2005; Andrew & Hauser 2012).  Una preocupación legitima es qué ocurre cuando estas expectativas no se cumplen. En el contexto estadounidense, Reynolds y Baird (2010) demuestran que alumnos que esperaban entrar a la universidad, pero no terminaron la enseñanza media, no tienen mayores indicadores de depresión que aquellos estudiantes que tenían bajas expectativas y tampoco terminaron el colegio. Tener aspiraciones basadas en ideas meritocráticas no parece causar daño, y como lo demuestra el estudio de Frye en Malawi, incluso pueden traer beneficios inesperados. En el contexto chileno, la investigación de Araujo y Martucelli (2012) sugiere que el mérito es especialmente valorado entre las personas de estratos medios y bajos, en tanto que la motivación de alcanzar una mejor calidad de vida mediante el trabajo le otorga sentido y agencia a la actividad laboral. Incluso cuando la concreción de dichos objetivos es lejana, el mérito se vuelve una aspiración y un medio por el cual las personas hacen frente a las desigualdades en su entorno.

En suma, esta evidencia sugiere que los ideales meritocráticos en muchos contextos son deseables, especialmente como motores de agencia individual. Lo que si me parece problemático, y en este punto concuerdo con el argumento de Atria y otros (Lamont 2019; Sandel 2020), es la excesiva individualización del fracaso de estas aspiraciones; en otras palabras, poner en las personas todo el peso de las expectativas no logradas, sin reconocer las desigualdades estructurales subyacentes.

Lo anterior es una tendencia mucho más aguda en sociedades con un Estado de bienestar liberal, como es el caso de Estados Unidos, cuya narrativa fundacional es que todos los individuos tienen igual acceso a la prosperidad material mediante el trabajo y el esfuerzo. El éxito material es percibido como una señal de virtud, y el fracaso como una falencia individual (Lamont 2019). Sin embargo, en las ultimas décadas, el supuesto clave de este modelo––la existencia de igualdad de oportunidades para progresar––ha perdido vertiginosamente asidero en la realidad Norteamericana. No obstante, la absorción individual de estas desigualdades estructurales persiste. Para Lamont (2019) la prevalencia de estas narrativas en un contexto donde la red de seguridad social es mínima o muy focalizada, han llevado a la clase media a una crisis de salud mental producto de la responsabilidad de mantener el “American Dream” en circunstancias cada vez más adversas.

El caso chileno tiene bastantes paralelismos con el escenario recién descrito en Estados Unidos. Si bien el éxito en base al propio esfuerzo no es una narrativa fundacional de nuestro país,  las aspiraciones meritocráticas son prevalentes e importantes para los grupos medios y bajos. Asimismo, estos sectores perciben que las instituciones existentes no los asisten en la realización de dichas aspiraciones, e inclusive, evalúan que es mejor distanciarse de ciertas instituciones para poder surgir  (Araujo and Martuccelli 2014).

Creo que es en la desconexión entre las aspiraciones meritocráticas, las desigualdades estructurales que dificultan su realización, y la absorción individual de dicho fracaso donde radica en gran parte la crisis de la meritocracia. Entender que las frustraciones de las expectativas meritocráticas son un problema colectivo, que debe ser abordado de manera sistémica, es un primer paso hacia sociedades donde sueños y realidad se encuentren un poco más cerca.

 

Referencias

Andrew, Megan and Robert M. Hauser. 2012. “Adoption? Adaptation? Evaluating the Formation of Educational Expectations.” Social Forces 90: 497-520.

Araujo, Kathya, and Danilo Martuccelli. 2012. Desafíos Comunes. Retrato de la Sociedad Chilena y sus Desafíos, Tomo II. Santiago: Lom.

Araujo, Kathya, and Danilo Martuccelli. 2014. “Beyond Institutional Individualism: Agentic Individualism and the Individuation Process in Chilean Society.” Current Sociology 62(1):24–40. doi: 10.1177/0011392113512496.

Breen, Richard. 1999. “Beliefs, Rational Choice, and Bayesian Learning.” Rationality and Society 11: 463–79.

Frye, Margaret. 2012. “Bright Futures in Malawi’s New Dawn: Educational Aspirations as Assertions of Identity.” American Journal of Sociology 117(6):1565–1624. doi: 10.1086/664542.

Lamont, Michèle. 2019. “From ‘Having’ to ‘Being’: Self-Worth and the Current Crisis of American Society.” The British Journal of Sociology 70(3):660–707. doi: https://doi.org/10.1111/1468-4446.12667.

Morgan, Stephen L. 2005. Chapter 1 “A New Agenda for the Sociology of Educational Attainment.” In: On the Edge of Commitment: Educational Attainment and Race in the United States. Stanford: Stanford University Press.

Reynolds, John R., and Chardie L. Baird. 2010. “Is There a Downside to Shooting for the Stars? Unrealized Educational Expectations and Symptoms of Depression.” American Sociological Review 75(1):151–72. doi: 10.1177/0003122409357064.

Vaisey, Stephen. 2010. “What People Want: Rethinking Poverty, Culture, and Educational Attainment.” Annals of the American Academy of Political and Social Science 629: 75–101.