¿Para qué necesitamos el mérito?

Escrito por:
Jorge Atria
Publicado el 04/06/2021
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Jorge Atria
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¿Para qué necesitamos el mérito?

 

Introducción

En una época en que parece quedar cada vez más claro que la meritocracia como esquema social de asignación de recompensas no es un ideal ni tampoco es un proyecto realizable, planteo la pregunta sobre el propósito y utilidad del mérito en las sociedades contemporáneas. Mi argumento es que si bien la meritocracia debe ser descartada, el mérito es un criterio que no puede ser desechado por completo, atendiendo sobre todo a consideraciones sociohistóricas sobre la formación de las sociedades y el rol del estado frente a la reproducción intergeneracional de privilegios y perjuicios. Sin embargo, es necesario especificar y justificar los ámbitos de aplicación del mérito y su alcance en términos sociales. Asimismo, desde un nivel de políticas públicas, desmitificar las virtudes de la meritocracia implica también diseccionar la noción de igualdad de oportunidades, repensando el rol de la igualdad de condiciones o posiciones en aspectos clave del bienestar de las personas.

 

Una vez más: el problema de la meritocracia

60 años después de la creación del concepto de meritocracia, estamos retornando a la constatación de que lo que solía afirmarse como una utopía en realidad es una distopía. Es un retorno porque la meritocracia tiene una concepción negativa como marca de nacimiento. Es de tal nivel de irrealidad que sugiere un futuro imposible o lo suficientemente ajeno como para visualizarse en un horizonte cercano en ninguna sociedad. A la vez, es de tal nivel de indeseabilidad que, incluso siendo imposible, se presenta como una situación contraproducente, incapaz de enfrentar el estado de cosas al que se opone. Más aún: lo reproduce y perpetúa, convirtiéndolo en un amargo sarcasmo. En una distopía.

Desde la academia y el espacio público, distintos autores se han volcado apasionadamente a poner esto en evidencia. La meritocracia es presentada como una “trampa”, un acto de “tiranía”, una “mentira noble”, o en el menos negativo de los casos una promesa “incumplida” o “incumplible”[1]. Para sostener esto, los argumentos suelen enfocarse en una dimensión individual, una dimensión histórica y una dimensión social.

En un nivel individual se objeta que la meritocracia, entendida como una sociedad donde prima el principio de selección por mérito, a su vez definido como la combinación de talento y esfuerzo (Young, 1961), no considera adecuadamente la arbitrariedad de la distribución de los talentos naturales y la influencia del azar y la contingencia en las trayectorias de las personas. Los argumentos centrados en este aspecto no sólo conciernen a que el éxito de las personas tiene mucho que ver con factores que escapan a sí mismas, lo que hace inaplicable la idea de merecimiento en varios temas, como plantea Rawls (1999), sino que también las nociones de inteligencia y talento varían a lo largo de distintas épocas, de modo que distintos contextos culturales e institucionales pueden premiar o desconsiderar aptitudes que en otros momentos serían tratadas de otra forma (Mijs, 2016; Khan, 2011).

En un nivel histórico, entendido en el sentido intergeneracional, la meritocracia reseñada por Young favorecía la creación de un orden social cuya realización en una generación implicaría la reproducción de su negación en la siguiente. En la práctica, la sátira de Young advertía que la selección por mérito en una generación se beneficiaría del desarrollo científico cada vez más preciso para determinar las capacidades individuales de las personas, diferenciando sus trayectorias y organizaciones de adscripción. En la práctica, esto se resume en que “la cúspide de hoy está criando a la cúspide de mañana en mayor medida que en cualquier momento del pasado. La elite está en camino a convertirse en hereditaria; los principios de herencia y mérito se están juntando” (Young, 1961:176).

Los análisis actuales, incluso sin referirse necesariamente al mérito, coinciden en que las sociedades contemporáneas se caracterizan por este vínculo entre herencia y mérito en varias esferas y organizaciones sociales de primer orden. Los privilegios se cuelan a través de distintos mecanismos repartiendo ventajas y desventajas sistemáticas y desacopladas de los logros individuales. Los estudios laborales reseñan las diferencias abismantes entre tipos de empleos y sus salarios, los estudios educacionales ilustran las consecuencias de una educación segregada que en vez de reunir y aplanar las diferencias familiares, las refuerza, y a su vez los estudios de estratificación social resaltan el efectivo rol de la familia en cultivar sus ventajas para proyectarlas a las nuevas generaciones por medio de distintos capitales y prácticas de crianza. La meritocracia, de esta forma, constituye un impulso dinástico en beneficio de las elites, que se nutre de distintas fuentes para no decaer, revitalizarse y así aferrarse al estrato superior en una continua sucesión (Markovits, 2019) que se asemeja a una aristocracia hereditaria (Sandel, 2020).

Finalmente, en un nivel social se arguye que la meritocracia es corrosiva porque alimenta interpretaciones torcidas del éxito o fracaso personal, tendiendo a soslayar una serie de factores que inciden sustancialmente en los resultados individuales y lesionan la convivencia entre distintos grupos. Esto es lo que para Sandel (2020) constituye un caldo de cultivo de soberbia, humillación y resentimiento que socava la solidaridad y promueve un gobierno injusto al atribuir (ir)responsabilidades inmerecidas que reconfiguran los términos del reconocimiento entre las personas[2]. Con esto Sandel retoma el desdén por atar los principios de justicia al mérito que ya planteaban los debates de filosofía política de Rawls -o incluso Hayek- algunas décadas atrás.

Es en razón de estos y otros argumentos que se retorna a la crítica seminal de la meritocracia: aunque ya no satíricamente, prueba ser un esquema de asignaciones sociales injusto, irrealizable e indeseable. Pero además, a la luz de estos argumentos se devalúa la función que se le suele otorgar al mérito en la legitimación de las desigualdades socioeconómicas. El creciente deterioro mundial de la distribución de ingreso y riqueza, cada vez más inclinado hacia grandes concentraciones en los percentiles superiores y la homogénea composición de quienes forman parte de esos percentiles permiten demostrar que las disparidades socioeconómicas no pueden ser justificadas únicamente por diferencias de mérito, sino en buena medida también por adscripción y por capital social, entre otros factores.

 

Distintas trayectorias sociohistóricas

El análisis crítico sobre el que se basa la crítica a la meritocracia en países europeos y norteamericanos sostiene que lo que estamos vivenciando es una expansión de este modo de selección a partir del mérito, lo cual nutre la preocupación por sus efectos sociales negativos. En la medida que esto se puede constatar cada vez más es que es posible observar estos efectos negativos y plantear desafíos para transformarlos. A modo de ejemplo, como observa Khan (2011), la idea de que el mérito está creando instituciones y elites con discursos cada vez más diversos gracias a nuevos mecanismos para favorecer la selección de los mejores y promover la movilidad social coincide con una época en que las desigualdades sociales y económicas son más evidentes, trazando fracturas agudas que supuestamente los mecanismos anteriores buscarían reducir.

Esta constatación de un problema en expansión sugiere a la vez que hubo épocas anteriores donde las cosas funcionaban mejor. Esto es lo que Markovits (2019) arguye cuando describe una época en que la sociedad estadounidense gozaba de mayores niveles de cercanía entre la clase media y la elite, sea porque para este último grupo no existía una distinción tan abismante entre sus salarios, bienes de consumo y propiedades con los primeros, sea porque, aunque hubieran deseado segregarse, no habría sido posible hacerlo porque la sociedad norteamericana de los años `50 contaba con una multiplicidad de instituciones que permitían sortear las no tan agudas diferencias y con ello vincular ambos grupos. En suma, y sin ser perfecto, era mucho menos impensado que en la actualidad entender la sociedad norteamericana como una más integrada.

Esto no ocurría sólo en Estados Unidos; también en Europa existe esta referencia a una organización social distinta, donde prevalecía un supuesto de que la sociedad descansaba en una interdependencia entre sus múltiples componentes. Es lo que Rosanvallon (2012) expone con su análisis histórico para mostrar la importancia que tenía la noción de justicia social no como imperativo moral de caridad, sino como exigencia de la estructura misma de lo social, entendiendo la producción moderna como producción social y la redistribución -a través de diversos instrumentos- como una forma de “pagar las deudas sociales”, ante la imposibilidad de calcular qué corresponde al logro de una persona y qué al contexto que lo rodea. Esta concepción desvalorizaba al self-made man, para lo que Rosanvallon (2012) recuerda una frase de Hobhouse: “Si se profundizara en los fundamentos de su fortuna, reconocería que es la sociedad la que defiende y garantiza sus posesiones y es el colaborador necesario de su creación”.

La expansión actual de la meritocracia en estas sociedades, entonces, es observada de una forma distinta a como debe entenderse en otras sociedades donde no se ha realizado el mismo recorrido.

La forma más evidente de mostrar esto es apelando a lo que Sandel (2020:41) denomina una “versión tradicional de la meritocracia política”. Para Sandel, esta versión comprende desde una visión Confuciana hasta una Republicana, pasando por una Platónica, y en simple establece que para gobernar no debe importar la riqueza ni la nobleza sino la excelencia de la virtud cívica. Esto es lo que se aprecia tan claramente también en el imaginario de la Revolución Francesa, como negación de los privilegios hereditarios de la nobleza en un contexto monárquico, o en el inicio de la república estadounidense, como oposición a una aristocracia hereditaria y adhesión a una forma de gobierno donde se seleccione únicamente conforme a virtud y talento. Aunque no se explicita, de alguna forma este modelo aparece como una etapa superada, un mínimo asumido o al menos una idea de gobierno -y por ende de mérito- contra la que no parece existir desacuerdo. Esto lleva a Sandel a plantear que la “versión tecnocrática de la meritocracia” -la actual- diluye la relación entre mérito y juicio moral, llevando en el nivel gubernamental a la glorificación del conocimiento experto tecnocrático y en el nivel económico a una noción de bien común reducida al PIB y preocupada del valor de las personas según su equivalencia al valor de mercado de los bienes y servicios que cada una de ellas transan. Esta versión de meritocracia despreciaría, para Sandel, el debate público de las grandes interrogantes morales y políticas, entre ellas cómo enfrentar la desigualdad, cómo contribuir a la dignidad del trabajo o cómo pensar la cooperación entre ciudadanas y ciudadanos.

Esto nos vuelve a recordar el riesgo de importar categorías, conceptos e interpretaciones sin atender sus orígenes y trayectorias sociohistóricas distintas. Lo que corresponde discutir en este caso es si la “versión tradicional de la meritocracia”, y con ella, la reducción del peso de la riqueza o la cuna, constituye realmente algo que se alcanzó alguna vez en todas las sociedades, aunque sea de modo imperfecto, ilustrando una situación social inspiradora como la que describen Markovits y Rosanvallon.

 

Algunos ejemplos en Chile

Esta interrogante puede aplicarse en América Latina. No es novedad decir en el siglo XXI que en la época de la Colonia las sociedades latinoamericanas con presencia española eran altamente asimétricas en lo que refiere a poder, ingresos y status, donde la riqueza, el color de la piel, la pertenencia o no a pueblos originarios y el origen español -o la relación con funcionarios españoles- eran decisivos en la determinación del lugar de una persona en la estructura social.

En Chile, la asignación de tierras que el gobierno colonial emprendió en el siglo XVII, beneficiando a españoles y descendientes blancos tuvo gran injerencia para proyectar a la clase alta chilena y la institución de la hacienda, que durante tres siglos contribuyó a estratificar socialmente a distintos grupos según la condición de sus individuos como patrones, empleados, inquilinos o peones (PNUD, 2017). Parte de esto era plenamente perceptible por ejemplo entre fines del siglo XIX y comienzos del siglo XX, en que incluso en el contexto de la crisis de 1873, que afectó los ingresos de la elite, su poder no se vio amenazado, existiendo tal control del estado que era perfectamente posible hablar de una “república oligárquica” o un “régimen aristocrático”, y que al controlar la expansión de fronteras y la migración interna volvió a traducirse en beneficios económicos casi exclusivos para la elite en la última etapa del salitre (Rodríguez Weber, 2017).

Pero esta forma de organizar la sociedad trasciende no sólo porque configura trayectorias diferenciadas de ingreso y riqueza; también lo hace a través de otros mecanismos más sutiles, como por ejemplo la continuidad de apellidos asociados a posiciones aventajadas y otros a posiciones desaventajadas, lo que es debatido en la actualidad con plena vigencia como una entre muchas señales de la reproducción de redes familiares y privilegios adscritos (Bro, 2020; PNUD, 2017).

Al alero de la dictadura y sus políticas neoliberales, y luego los primeros gobiernos tras el retorno a la democracia, es posible extender estos análisis con evidencias más recientes. De muestra otros dos ejemplos: el primero tiene que ver con la expansión de la educación como un motor para, entre muchos beneficios, alimentar el supuesto de que si cada uno aprovecha sus oportunidades podrá surgir en la vida y llegar hasta donde lo desee. Sin necesidad de decir que evidentemente esto ha tenido una diversidad de beneficios y ha transformado al país en una variedad de ámbitos -lo que ha sido largamente analizado y reconocido estas últimas décadas-, también es cierto que aspectos básicos que inciden en la estratificación social de personas y grupos mantienen enorme continuidad: pese a la reducción de la pobreza y a todo el avance educacional, se mantiene una segmentación entre establecimientos para estudiantes de bajos, medios y altos recursos y se mantiene una estructura salarial que otorga ingresos medianos y promedios muy bajos para una parte mayoritaria de la población.

En consecuencia -y por supuesto no sólo debido a estos dos factores, pero sin duda ambos son altamente relevantes- la OECD ubica a Chile en el siglo XXI como el país con la menor tasa de persistencia en el quintil más pobre en un periodo de 4 años -es decir, el país con la mayor probabilidad de toda la OECD de salir rápidamente de ese grupo- pero al mismo tiempo con la mayor tasa de retorno de posiciones intermedias a posiciones bajas. En otras palabras, se trata de una movilidad social de muy baja relevancia y de una clase media altamente heterogénea, que experimenta posiciones personales inestables y fluctuaciones en los procesos de movilidad social, en un contexto institucional de alta desprotección y vulnerabilidad (MacClure et al., 2015; Espinoza y Núñez, 2014).

El segundo ejemplo no tiene que ver con los grupos medios (y bajos) sino con los altos. La descrita como la época económicamente más exitosa de la historia de Chile ha hecho tenido una incidencia baja -históricamente hablando- en términos de transformar la situación de persistente desigualdad en Chile. Usando el índice de Gini -un indicador grueso y con debilidades bien estudiadas- se observa que 20 años después del retorno a la democracia, la modesta reducción en este índice volvía a ubicar a Chile al nivel de su distribución en los años ‘70, y aún en una peor situación que en los años ’60 (Ffrench-Davis, 2014). Adicionalmente, usando la metodología de “Top Incomes” de Atkinson, Piketty y Saez, hoy es posible documentar que la concentración de ingreso en el 1% superior de la población en Chile ha sido persistentemente alta en los últimos 50 años, evidenciando una desigualdad superior a la que reseña el índice de Gini, y que además en los últimos años estaría subiendo (Flores et al., 2020).

Aunque no constituye la preocupación central de este artículo enfocarse en una historia chilena de la continuidad de privilegios y perjuicios adscritos, mi intención es ilustrar con estos ejemplos que lo que en algunas sociedades europeas y norteamericanas a veces se asume como un paso dado, en otras sociedades debería ser discutido con mayor profundidad. Estos ejemplos, desarticulados y asistemáticos, permiten afirmar que el deterioro que en otras sociedades se observa en las últimas décadas, en otros países debe interpretarse de un modo distinto, sea como una época de profundización o intensificación de desigualdades que diferencian por cuestiones de riqueza u origen, o como una época en que el desarrollo social y económico trajo cambios institucionales y económicos que favorecieron una mayor prosperidad para el país, sin embargo sin poder redistribuirla equitativamente y beneficiando desproporcionadamente, una vez más, a quienes más tienen. En cualquiera de los dos casos, estos cambios institucionales y económicos, si han logrado ampliar en algo el peso del mérito en la sociedad, aún así no permiten justificar las persistentes desigualdades, un factor en el que sí hay convergencia con el análisis de Europa y Estados Unidos.

 

Distintas definiciones del mérito en la estructura social chilena

A la luz de la trayectoria sociohistórica que ha seguido Chile, no es posible sostener que todos los grupos esperen lo mismo del mérito. Más allá de las discusiones de filosofía política, la forma en que individuos y grupos se relacionan con la acumulación intergeneracional de ventajas y desventajas según su ubicación en la sociedad permitiría esperar diferencias en sus percepciones, creencias y valoraciones del mérito.

Con base en investigaciones empíricas que abordan este tema en la sociedad chilena es posible advertir algunas señales interesantes. Por un lado, y con foco en las clases baja y media, varios estudios ponen en relieve que las mujeres y hombres de estos grupos valoran el mérito y lo consideran una herramienta importante para el progreso social. Primero, frente a la concepción de Young de mérito como la combinación entre esfuerzo y talento, en sus definiciones sobresale el esfuerzo mucho más que el talento (Araujo y Martuccelli, 2015). El mérito, en este sentido, provee sentido a las propias acciones de trabajo y sacrificio para lograr un ascenso social individual y familiar, incluso si esto no se traduce en logros verificables y reconocimiento social. Pero además, en el contexto de desigualdades históricas y persistentes en que suelen triunfar los factores adscriptivos, el apoyo que otorgan las clases baja y media al mérito no sólo está en línea con la extendida ideología neoliberal del éxito individual sino que también opera como una expectativa de justicia social y democratización del lazo social (Araujo y Martuccelli, 2012). La creencia en el mérito es, así, una estrategia para enfrentar los sempiternos privilegios que dividen tan profundamente a la sociedad chilena.

Por el otro lado, y con foco en la elite económica, un estudio reciente encuentra que en este grupo se recurre más al talento que al esfuerzo para referir a la meritocracia. Esto es llamativo porque contraviene la preeminencia que tendría el esfuerzo para definir la meritocracia en otros grupos de la sociedad. Las descripciones sobre el talento se asocian con habilidades típicamente empresariales, tales como el liderazgo, las habilidades gerenciales y la motivación y capacidad de convencer a otros. Desde estas narrativas, las(os) entrevistadas(os) afirman que existe mérito y meritocracia en Chile, y que al existir talentos en toda la sociedad, la movilidad social parece ampliamente posible (Atria et al., 2020).

Aunque la mayoría de los miembros de la elite económica que participaron en este estudio reconoce limitaciones en la expansión de este proyecto, los triunfos del mérito son para ella(os) verificables a menudo en sus propias biografías y en las de sus entornos cercanos. Esto es coherente con una tendencia internacional de individualización de las elites económicas: éstas aparecen crecientemente descritas como una colección de personas talentosas más que como un grupo que comparte una identidad colectiva clara (Khan, 2012). Pero también es ilustrativo de los procesos de transformación social y cultural en el Chile de las últimas décadas, que desde la dictadura han conferido un rol decisivo a los actores privados en el manejo de la economía y la planificación del progreso social. A través del emprendimiento y la creación de empleos, la elite económica identifica ese rol y profesa vocación por liderar el desarrollo del país (Atria et al., 2020). En otras palabras, en este grupo el mérito no se entiende primeramente como estrategia para darle sentido a logros cotidianos incumplidos y enfrentar privilegios, sino para promover la libertad y el emprendimiento de los actores privados, como supuesto de que ello brindará mayor dinamismo a la economía y permitiendo a la mayoría surgir en la sociedad. Por supuesto, esta visión opera como una justificación de la desigualdad desde este grupo.

Como se deja ver a la luz de estos estudios, el mérito no sólo puede anclarse en una trayectoria sociohistórica distinta, como refleja el caso de Chile en comparación con Europa y Norteamérica, sino también es empíricamente un concepto disputado, que puede adquirir diversas acepciones y emplearse con distintos propósitos según la posición de los individuos. Por cierto, esto no es patrimonio de Chile; también podría decirse lo mismo de su disputabilidad en países europeos o norteamericanos. El punto relevante de esto, para efectos de conectar con la discusión de las secciones anteriores, es que se podría afirmar que en realidades como la chilena, más que primar un creciente deterioro en la forma de  asignar beneficios sociales que lleva a constatar que la fórmula centrada en el mérito no es por sí sola una solución, subsiste aún un escenario en que el problema no es el deterioro sino la persistencia de una organización social erigida sobre privilegios. Si esto es así, el desafío no es entonces restaurar instituciones o esquemas sociales que se observan con nostalgia, sino seguir enfrentando los mecanismos de asignación de perjuicios y privilegios históricos.

 

Enfrentando los dilemas del mérito y el problema de la desigualdad

La igualdad de oportunidades está profundamente ligada a las concepciones de mérito y meritocracia. Sin embargo, se trata de un concepto profundamente confuso y que según su uso puede convertirse en una fórmula especialmente ambigua para pensar el progreso de las personas y el desarrollo en general. Esto se traduce en que a menudo en discusiones de política pública la apelación a la necesidad de una mayor igualdad de oportunidades se utiliza como respuesta, cuando en realidad sin una traducción específica no tiene ninguna validez. En ese sentido, la base del problema radica no sólo en que se trata de un concepto con muchas definiciones distintas[3], sino que, en ausencia de sustento empírico que evidencie su efectividad en grandes esquemas institucionales como el estadounidense, se ha convertido en una retórica vacía (Sandel, 2020). Asimismo, considerando la visión actual y no la clásica de mérito y meritocracia, en lugar de crearse oportunidades éstas son bloqueadas, pavimentando más bien el monopolio de recursos, poder, honor y prestigio social de las elites (Markovits, 2019).

En las décadas anteriores, la igualdad de oportunidades surgió como la opción preferente en detrimento de una estrategia que priorice, con distintas variedades y énfasis, una igualdad de posiciones, de resultados o de condiciones. La crítica a esta segunda opción se sostenía en base a consideraciones de eficiencia, debilitamiento de la confianza y la cohesión social, pues las personas dependerían más de un estado proveedor de soluciones que de los arreglos basados en la cooperación entre ciudadanos. La igualdad de posiciones también aparecería como una opción mediocre, al tender a confinar a cada individuo a un lugar en vez de alentarlo a surgir, y también haría un tratamiento poco concreto de las discriminaciones específicas de ciertos grupos, privilegiando un contrato social expandido con menos foco en las responsabilidades individuales, que es lo que alienta la igualdad de oportunidades (Dubet, 2011). En contraposición, aparece como una estrategia que persigue un horizonte mayor de seguridad social contra imprevistos y riesgos, promoviendo servicios públicos más amplios, en la idea de los estados de bienestar europeos (Dubet, 2011).

¿Cómo pensar los dilemas del mérito y de la desigualdad a la luz de estas opciones?

En consideración de la crisis que las ideas meritocráticas exhiben en las sociedades actuales, particularmente en la segregación entre clases y en la intensificación o persistencia de desigualdades, pareciera que la evidencia es mucho más clara en torno a los fallos de la igualdad de oportunidades que a los de la igualdad de posiciones o resultados. Esto no ha sido abordado con la misma profundidad que el debate filosófico sobre el mérito y la meritocracia y debería encararse con mayor precisión en los próximos años. Desde luego, no se trata de desechar la igualdad de oportunidades, sino de delimitar su alcance, de modo de determinar con mayor precisión en qué ámbitos tiene sentido hablar de una igualación de oportunidades, y en qué arreglos institucionales o políticas concretas esto debería ponerse en práctica. Inversamente, para todos los demás ámbitos, debería ser mucho más habitual pensar políticas en términos de igualdad de condiciones, posiciones o resultados, conceptos que aún suelen ser tratados con mucho menor énfasis que el de oportunidades.

Varios argumentos apuntan en esta dirección. Primero, hoy es claro que la movilidad tiende a ser mayor en países con más igualdad (Sandel, 2020). Segundo, no es posible pensar en la competencia de posiciones en el mercado laboral ni en otras esferas sociales sin la garantía de salud, educación y otras condiciones básicas para que realmente las personas puedan desplegar sus preferencias y proyectos de vida. Tercero, la igualdad de oportunidades privilegia el enfrentamiento contra las discriminaciones que obstaculizan la realización del mérito, en detrimento de la reducción de desigualdades entre posiciones sociales (Dubet, 2011), que hoy en día constituye un desafío apremiante para gran parte del mundo. A este respecto, como afirma también Dubet, la igualdad de condiciones obliga a la sociedad a cambiar la mirada y no sólo pensar en cuántos llegan a la cima, sino también en el nivel general de dignidad y bienestar de las personas (Atria, 2021).

Lo anterior implica entonces que la igualdad de oportunidades debe ser impulsada con fuerza, pero con un foco más estricto en la eliminación de privilegios de riqueza y cuna. Esto, que aún es un problema de primer orden en países como Chile, implica afinar la mirada en instrumentos de política pública. Aquí surgen, por ejemplo, herramientas tributarias -como un impuesto a la herencia que realmente sea pagado, un impuesto a la propiedad que no tenga exenciones relevantes (todo lo contrario al actual) o una tributación del capital que tenga un tratamiento similar al de las rentas del trabajo-, o educacionales -como las políticas de acción afirmativa que consideran desventajas de grupos específicos, o las ideas que se han empezado a discutir en algunos países en torno a impuestos para la educación o la salud privada, o la eliminación de exenciones o deducciones que en la práctica implican un aporte fiscal a las familias que optan por servicios sociales privados-. Esto puede, en línea con los análisis anteriores, ayudar a enfrentar privilegios de base, sin embargo no será en ningún caso suficiente para abordar los problemas derivados de sociedades devotas en el mérito y la meritocracia como único esquema de distribución de beneficios sociales.

Desde el lado de la igualdad de condiciones, posiciones o resultados, muchas ideas empiezan a prosperar, aunque usualmente sin reconocer explícitamente que lo que están haciendo en realidad no es favorecer el mérito ni una adecuada competencia, sino establecer posiciones básicas para resguardar la dignidad de las personas. Con distintos matices, aquí aparecen propuestas como la Renta Básica Universal u otras políticas de bienestar basadas en la cobertura total de la población sin importar su nivel de ingreso. Aunque en países como Chile es especialmente inusual encontrar este tipo de políticas, iniciativas como el plan AUGE (hoy GES) o algunos recursos universales para primera infancia contenidos en el programa Chile Crece Contigo son ejemplos de esta lógica. Sin embargo, a la luz de los déficit sociales del país y de las preferencias ciudadanas, es mucho más lo que podría pensarse en esta dirección.

En las sociedades actuales, donde se resalta ampliamente la desigualdad social y la injusticia de los arreglos institucionales en distintas latitudes del mundo, la meritocracia no es la solución. En Chile, enfrentar la reproducción de privilegios requiere de la apelación al mérito y la igualdad de oportunidades, pero también son necesarias políticas que otorguen condiciones de dignidad y acerquen posiciones en aspectos esenciales para el bienestar si realmente se quieren enfrentar las desigualdades estructurales.

En su sátira sobre la meritocracia, Young (1961:169) imaginaba que en el año 2009 un grupo partidista elaboraría el “Manifiesto de Chelsea”, que recibiría poca atención en su momento pero luego devendría más influyente en su entorno. Este Manifiesto impulsaba una oposición a la desigualdad y la negación de que una persona fuera superior a otra en ningún aspecto fundamental, promoviendo la igualdad en el sentido de que cada uno/a obtuviera respeto. También planteaba que cada persona tiene una genialidad, y que es función de la sociedad descubrirla y honrarla. Desde una concepción de pluralidad valórica, el Manifiesto sugería que las personas no deben sólo ser evaluadas de acuerdo con su inteligencia, su educación, su ocupación y su poder, sino también en función de su bondad, coraje, imaginación, sensibilidad, compasión y generosidad. Desde tal matriz evaluativa, plantea el Manifiesto, no se podría afirmar que un científico es superior a un camarero que también es un padre admirable. Sería una sociedad tolerante, que incentiva las diferencias individuales, y donde se otorga el mayor significado a la dignidad humana. El Manifiesto también aspiraba a la igualdad de oportunidades, pero con un contenido distinto: no para ascender en el mundo a la luz de ninguna medición matemática, sino para desarrollar sus capacidades especiales para guiar una vida enriquecedora.

 

Referencias

-Araujo, K., & Martuccelli, D. (2012). Desafíos comunes. Retrato de la sociedad chilena y sus desafíos, Tomo II. Santiago: Lom.

-Araujo, K., & Martuccelli, D. (2015). La escuela y la cuestión del mérito: reflexiones desde la experiencia chilena. Educa. Pesqui, 41, 1503-1518.

-Atria, J. (2021). Los dilemas de la meritocracia. Entrevista con François Dubet. Revista Mexicana de Sociología 83(2): 475-494.

-Atria, J., Castillo, J., Maldonado, L. & Ramírez, S. (2020). Economic elites’ attitudes toward meritocracy in Chile: A moral economy perspective. American Behavioral Scientist 64(9): 1219-1241.

-Bro, N. (2020). The structure of political conflict: Kinship networks and political alignments in the civil wars of nineteenth-century Chile (Doctoral thesis).

-Dubet, F. (2011). Repensar la justicia social: contra el mito de la igualdad de oportunidades. Buenos Aires: Siglo Veintiuno.

-Espinoza, V. y Núñez, J. (2014). Movilidad ocupacional en Chile 2001-2009. ¿Desigualdad de ingresos con igualdad de oportunidades? Revista Internacional de Sociología 72(1): 57-82.

-Flores, I., Sanhueza, C., Atria, J. & Mayer, R. (2020). Top Incomes in Chile: A Historical Perspective on Income Inequality, 1964–2017. Review of Income and Wealth 66(4): 850-874.

-Ffrench-Davis, R. (2014). Chile entre el neoliberalismo y el crecimiento con equidad. Cuarenta años de políticas económicas y sus lecciones para el futuro (5ª Edición). Santiago: Juan Carlos Saez.

-Khan, S. (2011). Privilege. The Making of an Adolescent Elite at St. Paul’s School. Princeton: Princeton University Press.

-Li, A. (2019). Unfulfilled Promise of Educational Meritocracy? Academic Ability and China’s Urban-Rural Gap in Access to Higher Education. Chinese Sociological Review 51: 115-146.

-Mac-Clure, O., Barozet, E. y Moya, C. (2015). Juicios de las clases medias sobre la élite económica: ¿Crítica a las desigualdades en Chile? Polis 41: 1-22.

-Markovits, D. (2019). The meritocracy trap. New York: Penguin.

-Mijs, J. (2016). The unfulfillable promise of meritocracy: Three lessons and their implications for justice in education. Social Justice Research, 29(1), 14-34.

-Peña, C. (2020). La mentira noble. Sobre el lugar del mérito en la vida humana. Santiago: Taurus.

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-Rawls, J. (1999). A theory of justice. Cambridge: Harvard University Press.

-Rodríguez-Weber, J. (2017). “The political economy of income inequality in Chile since 1850”. En Bértola, L. & Williamson, J. (Eds.), Has Latin American inequality changed direction? Looking over the long run. Cham: Springer.

-Rosanvallon, P. (2012). La sociedad de los iguales. Barcelona: RBA.

-Sandel, M. (2020). La tiranía del mérito. ¿Qué ha sido del bien común?. Barcelona: Debate.

-Young, M. (1961). The rise of the meritocracy (1870-2033). Bristol: Penguin.

[1] Ver Markovits (2019), Peña (2020), Sandel (2020), Mijs (2016), Li (2019).

[2] En Chile los ejemplos de esto están en el imaginario de todas las generaciones. Alcanza desde la presencia sistemática de la flojera como una de las razones principales para explicar la pobreza en encuestas públicas, pasando por las discriminaciones o actitudes desdeñosas de personajes del mundo público o privado hacia ciudadanos, tales como echarlos de la ribera de un lago, o negarse a una detención o control por estar perdiendo el tiempo con eso o porque ellos -o sus padres- le estarían pagando el sueldo al funcionario fiscalizador. Desde distintas situaciones cotidianas se aprecian lógicas de superioridad e inferioridad alimentadas por posiciones concebidas como aventajadas en base a apellidos, riqueza o capital social.

[3] Rosanvallon (2012) encuentra al menos cinco: (i) Igualdad legal de oportunidades,  como supresión de las barreras jurídicas y los privilegios que dificultaban la movilidad social en la época de las revoluciones; (ii) igualdad social de oportunidades, para neutralizar las distorsiones de las desigualdades socioculturales que determinan las situaciones iniciales, (iii) igualdad institucional de oportunidades, básicamente expresada en la escuela republicana, en tanto estructura libre de las diferencias socioculturales existentes; (iV) igualdad correctora de oportunidades, es decir, acciones compensadoras para que individuos o grupos específicos superen ventajas de salida y con ello se igualen condiciones de competencia entre individuos. En términos de meritocracia: condiciones para una competencia equitativa; y (v) igualdad estadística de oportunidades, definida como medios aplicados al servicio de abordar las desigualdades que acontecen no al inicio, sino a lo largo de la vida de una persona.