Comentario por:
M. E. Orellana Benado
Reacción al foro
La cultura de la cancelación: más allá del todo o nada
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“Aló, ¿Fernando?” o, la era digital, la cultura de la cancelación y el maniqueísmo

A la memoria del Dr. Desiderio Papp (Sopron 1895 – Buenos Aires 1993), mi primer maestro extrafamiliar, testimonio de gratitud, con motivo de cumplirse sesenta años de su llegada a Chile

 

Muchos de quienes viven lo suficiente descubren con alegría en algún momento que la primera pregunta en las humanidades es “¿Con quién conversar?”. El rédito práctico de este descubrimiento es inmenso. No perder el tiempo en conversaciones y lecturas estériles es la prioridad. La lectura es solo un modo de la conversación. A saber, cuando un interlocutor, el autor, solo habla, pero no escucha. Y su contraparte, el lector, escucha, pero solo habla consigo mismo.

No perder el tiempo, vuelvo al asunto, es la prioridad en los asuntos humanos. No “una prioridad”, como dicen quienes usan con descuido ese ruido, creyendo que es posible tener más de una “prioridad”. Porque el tiempo de nuestras vidas es lo único que, en rigor, merece ser condecorado con el título de “propiedad privada”. Los demás bienes son meros productos derivados, según saben quienes practican la abogacía.

Me detengo en un asunto lexicográfico, que está entroncado con la “cultura de la cancelación”, el tema que aborda la Dra. Yanira Zúñiga Añazco de la Universidad Austral de Chile en su ágil, cuidado y oportuno ensayo que, desde la revista digital Intersecciones, se me propuso comentar. Como se verá, interpreté esta invitación, que me honra y que agradezco, en términos de hacer un boceto del contexto filosófico e histórico de dicha cultura. Es decir, su marco en las letras más humanas (literӕ humaniores) campo que en Chile es usual llamar “humanidades”, aunque el resto del mundo iberoamericano hable solo de “letras”.

Elegí la forma anterior de palabras, quienes practican la abogacía, intentando mostrar el que, creo, es un uso correcto en términos políticos del lenguaje. Al menos en un entendimiento pluralista de la política. Es decir, el que está abierto a reconocer quejas fundadas de sectores oprimidos (como las del feminismo respecto de cómo hablamos y escribimos) pero que, sin embargo, intenta promover el encuentro y la negociación moral, política y jurídica. Tal enfoque contrasta con un entendimiento maniqueo de la política, el de quienes buscan hacer carrera política exaltando las pasiones, avivando el enfrentamiento y resolviendo las disputas mediante la violencia. Porque quienes practican la abogacía se ganan la vida administrando y resolviendo disputas y pleitos generados por tales productos derivados. Por eso muchas de tales personas saben (y las demás están en posición de entenderlo tan pronto se les sugiere la idea) que el tiempo de nuestras vidas es la única cosa digna de ser considerada en principio “propiedad privada”.

La pregunta “¿Con quién conversar?” tiene una respuesta simple en el humanismo pluralista que defiendo. De entrada, no converse con nadie que niegue que somos todos iguales en un sentido que es abstracto pero indispensable para tratarnos como bien podemos hacerlo entre las personas. Y también para explicar, evaluar y controlar los fenómenos normativos, a saber, los que surgen, en último término, del actuar libre de los individuos: la moral, la política y el derecho. Es decir, con vistas a “desempeorar” el mundo sin caer presa de la obsesión progresista por mejorarlo. Introduje hace algunos años el neologismo “desempeorar” para señalar una reducción de lo malo, reprochable, vicioso o torpe en los asuntos humanos, un proceso que jamás concluye, una posición que ya fue anunciada por Albert Camus, Premio Nobel de Literatura, y sir Karl Popper, según aprendí de Sergio Vásquez Bronfman.

Tenemos un acuerdo amplio, fundado, robusto y creciente respecto de qué está mal en el mundo. Este acuerdo es mucho mayor que el podríamos alcanzar respecto de cómo tendrían que ser las cosas para que todo estuviera bien en el mundo. El mal es unívoco, pero el bien es plural. En eso, hoy podemos verlo, Aristóteles se equivocó. Los fenómenos normativos surgen del hecho que en último término y en un sentido que es empírico, concreto y real pero también indispensable, somos todos también únicos y libres, iguales solo a nosotros mismos, existencias que tienen un inicio y un fin, al menos en este mundo.

Entre estos dos niveles, el de la máxima abstracción y el de la máxima concreción, corresponde abordar la pregunta “¿Con quién conversar?”. Respuesta: Comience ahí, entre ambos niveles, en el ámbito de abstracción variable, donde encontrará a quienes usted siente que son más iguales a usted en las distintas formas de vivir o identidades humanas (sí, ellas, ellos, “elles” y toda la letanía que exige un “uso correcto en sentido político del lenguaje” según el protocolo maniqueo). Es un asunto sentimental. Versa respecto de los sentimientos.

Llamo prójimos lejanos a las personas con las que vale la pena conversar. Son quienes distinguen entre el nivel abstracto máximo, el ámbito de abstracción variable y el nivel empírico máximo para hablar acerca de lo humano. Y que lo hacen con el propósito de promover la actitud pluralista. Es decir, valorar la diversidad humana al interior de un rango que es abierto pero acotado y que fomenta el encuentro respetuoso, productivo y festivo del mayor número posible de personas mediante la distinción entre lo que se vive como valores y lo que se trata como valores.

Solo cuando todo lo digno de reproche esté bajo control en la esfera donde usted tiene más poder y por lo mismo más responsabilidad, solo entonces intente avanzar, con cautela, hacia otros y descubrir quiénes más son también sus prójimos lejanos. Oí contar en mi juventud acerca de un supuesto enviado diplomático de la Confederación Suiza a la Santa Sede que, cuando fue presentado a Su Santidad, saludó preguntando: “Comment allez-vous, Monsieur le Pape, et Madame la Papesse, et tout la Papauté?

¿Hay más personas que éstas con las que tampoco valga la pena hablar? Sí las hay. Con quienes no aprendieron a formar su opinión valorando la documentación empírica fundada y diversa. Y que lo hagan en cambio a partir de emociones surgidas de una sensibilidad tan exquisita como exacerbada y maniquea frente a la injusticia, armada con una decisión tan inquebrantable como temible de hacer con urgencia lo correcto y mejorar las cosas. Con tales personas no hay nada de qué hablar, nada que negociar. Son fanáticos. Conversar de manera provechosa supone también interlocutores que valoren el rigor en la argumentación y que cuenten con una imaginación iluminada por la humanidad en el trato, es decir, por el humor, la compasión y la solidaridad.

En particular, no vale la pena conversar con personas que desconozcan que estamos viviendo la era digital, un tiempo histórico distinto de la modernidad, “Ahora y aquí, muchachos” (según chillan los pájaros en La Isla, la última novela de Aldous Huxley, alguna vez becario de Balliol College, Oxford). No hay tiempo que perder. No porque el tiempo sea lo mismo que el dinero, según creían los burgueses victorianos de los que se ríe el matemático oxoniense más conocido como “Lewis Carroll”. Me refiero a la escena inicial de Alicia en el País de la Maravillas, cuando un conejo, preocupado por su atraso, saca del chaleco un reloj. Solo existe el dinero porque existe el tiempo que, según recién señalé, es lo único que tiene valor en sentido final. Todo lo demás, es valor derivado. Esta es mi propuesta respecto a con quiénes vale la pena conversar.

La era digital surgió de los deslumbrantes escombros del tomismo, el tiempo histórico que es habitual llamar “Modernidad”. Trataré este asunto en términos de una sucesión de caricaturas, cuyo uso es solo propedéutico. Esto es, el que se justifica si éstas permitan reconocer el original que las inspira, asunto distinto de usarlas con pretensiones eruditas (agradezco a Lucy Oporto Valencia un comentario que me mostró la conveniencia de precisar este punto metodológico). El tomismo, primera caricatura, fue el fruto prohibido, la gran síntesis intelectual de la baja Edad Media, la última versión del entendimiento literario del conocimiento. A saber, el que reconocía dos fuentes literarias de conocimiento: los escritos bíblicos y los escritos aristotélicos. La libertad y la experiencia serían las maestras de la vida. Por contraste, segunda caricatura, el entendimiento literario inicial del conocimiento, el debido a San Agustín de Hipona, combinaba los escritos bíblicos con los escritos platónicos, haciendo de la libertad y la introspección las fuentes de conocimiento.

La demolición del tomismo y el parto de la modernidad, tercera caricatura, comenzaron a manos de los geógrafos. En 1492 Cristóbal Colón llegó a un mundo que, muy pronto, los eruditos formados en el tomismo concluyeron era desconocido en el Tanaj (los antiguos escritos judíos que, en traducción al griego, los cristianos bautizaron “Antiguo Testamento” y que constituyen cerca del 80% de la Biblia), en el Nuevo Testamento, y  en los escritos de Aristóteles, las dos fuentes literarias del conocimiento que reconocía el tomismo: la judía y la griega. Por eso los eruditos bautizaron a la creatura “Nuevo Mundo”. Para ellos lo fue.

Los astrónomos, tercera caricatura, encabezaron la siguiente etapa en la demolición del tomismo. Un siglo y dos décadas después de Colón, en 1609, Galileo construyó en Florencia un telescopio y descubrió que Júpiter tenía lunas. Según la astronomía tomista, tanto en la vertiente judía como en la aristotélica, sin embargo, la explicación de lo que vemos en los cielos todos los días y todas las noches era que, la luna, todos los planetas y las estrellas, incluido el sol, giran en torno a la tierra. ¡Pero Júpiter tenía lunas! Había cuerpos celestes que giraban en torno al más grande de los planetas, y no en torno a la tierra, como sostenían la Biblia y Aristóteles.

Ya postrado y agonizante, el Noble Gigante, el tomismo, cuarta caricatura, recibió aún otra estocada, esta vez de los biólogos. En la segunda mitad del siglo 19 Darwin argumentó que la explicación de la diversidad de lo viviente no era la ubérrima creatividad de una divinidad única, que es omnipotente, omnisciente y providencial. La explicación sería un simple mecanismo: la “selección natural o la preservación de las razas favorecidas en la lucha por la supervivencia”.

Tal fue, por cierto, la justificación cientificista del maniqueísmo que, según la quinta caricatura, se encarnó en el nacional socialismo austroalemán, liderado por el Führer y con respaldo intelectual, entre otros, del filósofo Martin Heiddeger y del jurista Carl Schmitt. Aunque alguna nobleza prusiana lo llamaba con desprecio “El Cabo Austríaco”, resulta difícil negar que Adolf Hitler solo se suicidó en 1945 luego de triunfar. En menos de tres años, una marejada maniquea, la Endlösung der Judenfrage (la Solución Final del Problema Judío), el nacional socialismo austroalemán, asesinó a tres de cada cuatro “judíos” (según una definición jurídica anunciada en 1935 durante una manifestación nazi en Nuremberg), en los vastos territorios en que estas personas vivían hacía mil años y que Hitler dominó gracias a la última elección democrática en la “República de Weimar”, a múltiples bravatas y, también, a algunas victorias militares.

Casi cuatro siglos después del inicio de su desmoronamiento, sexta caricatura, el tomismo habría sido degollado por fin en 1879, a manos del matemático y filósofo judeófobo Gottlob Frege. Él y su séquito, los “mejores cerebros” de Alemania, Estados Unidos, Italia y el Reino Unido (es decir, Frege y, entre otros, Peirce, Peano, Boole, Russell y Whitehead) utilizaron un filoso instrumento nuevo del pensamiento, la lógica matemática. Así murió el silogismo aristotélico, a manos de un álgebra del razonamiento que era capaz de analizar sentencias con predicados que tenían más de una variable.

Este acontecimiento mayor en la cultura permanece aún oculto de muchos cultos lectores de prosa en las letras más humanas o humanidades, en particular en las tradiciones existencialista, marxista y tomista en filosofía. Sin embargo, engendró la actual era digital. El primer producto del cruce de la lógica matemática con las humanidades, entre fines del siglo 19 (Frege) y principios del siglo 20 (Russell), fue la tradición literaria analítica en filosofía. Y, a continuación, en la segunda mitad del siglo 20, de su cruce con la tecnología, nacieron los computadores, máquinas que el silogismo aristotélico no permite diseñar. La consagración de esta segunda consecuencia cultural de la lógica matemática ocurrió en 1989. Ese año el físico oxoniense sir Timothy Berners-Lee potenció de manera inédita la incipiente unificación de los computadores en distintos países y creó la web. Y se derrumbó el Muro de Berlín.

Pero esa es otra historia, conexa pero distinta: el fin de la que llamo “la guerra del medio siglo” y, también, “la guerra del cientificismo” (1939-1989). Esta manera de leer la historia, séptima caricatura, discierne una fase temprana, cuando el cientificismo fundado en la biología (la alianza de las “razas superiores”) se enfrenta con el cientificismo basado en la economía (la alianza de capitalistas y comunistas), y una fase tardía, cuando estos dos modelos de la economía lucharon entre ellos. Tal fue el parto sangriento de la era digital. En retrospectiva y, sobre todo, gracias a la pandemia, esta realidad, la era digital, es conocida por cada vez más personas.

No vale la pena conversar con personas que desconozcan este hecho. Tengo para mí que tal es el contexto mayor de la “cultura de la cancelación”. En el amanecer de la filosofía analítica, cuando ésta abordó el lenguaje lógico y matemático, Frege enseñó que solo en un contexto tiene sentido preguntar por el significado. Esta lección se aplica también al debate sobre la “cultura de la cancelación”. Solo en el contexto de la era digital, revela ésta su verdadero y su cabal significado para las humanidades. Gracias a la pandemia en curso toda persona documentada sabe que vivimos en un tiempo histórico distinto a la modernidad, la era digital.

La manera en que nos relacionamos los seres humanos está cambiando de forma radical: conversamos, nos reunimos, hacemos clases, nos cortejamos, compramos y vendemos, nos engañamos y abordamos los desafíos cotidianos de manera distinta a la de tiempos anteriores. ¿Acaso vale la pena conversar con quien lo ignora? En el tiempo histórico anterior, la modernidad, producir vacunas contra un virus como el covid-19 hubiera tomado una década, no un y medio año.

Sin embargo, respecto de la explicación de los fenómenos normativos, permanecemos en la Edad Media, en el estadio teológico, como bien pudiéramos denominarlo en memoria de Comte, autor de la ley de los tres estadios en el desarrollo del entendimiento de qué sea la ciencia, estadios que, por cierto, son también caricaturas. Esto es, el estadio teológico (cuando buscamos quién, quiénes o Quién explica los fenómenos); el estadio metafísico (cuando preguntamos por qué ocurren las cosas y buscamos causas); y el estadio positivo (cuando solo pretendemos describir cómo se relacionan las cantidades medibles o positivas para predecir el curso de la naturaleza). Según mi diagnóstico de la era digital, en su corazón encontramos una conjunción irónica: la mayor riqueza material en la historia coincide con la mayor pobreza espiritual del sector dirigente de las sociedades occidentales. Incluso personas leídas, con grado de doctor y con “vocación de servicio público”, abordan la elucidación y explicación de la normatividad en términos propios del estadio teológico.

El conflicto entre los seres humanos, la lucha normativa entre el bien y el mal sería idéntico al enfrentamiento de los buenos o “justos” con los malos o “tramposos”. Amigos enfrentan enemigos. La moral, la política y el derecho serían el enfrentamiento de los “tramposos” con los “justos”. Es una teoría simple, una papilla moral fácil de deglutir. Su entendimiento maniqueo de la normatividad, propio del estadio teológico, seduce a quienes viven en la infancia moral. Pero es una teoría tan falsa como peligrosa. “Aló, ¿Fernando?”.

De un lado estarían los buenos, personas que solo actúan bien, esto es, todas cuyas acciones son buenas y solo de consecuencias buenas. Y del otro lado, personas malas, “tramposas”, que solo actúan mal, de cuyas acciones solo surgen consecuencias malas.  La moral, la política y el derecho se explicarían en términos del enfrentamiento entre los buenos y los malos, los justos y los “tramposos”. Esta aproximación teórica simple ha adquirido un potencial descomunal gracias a las redes sociales, que son la cuna de la “cultura de la cancelación”, como bien señala Zúñiga Añasco, una manifestación vistosa de la era digital en nuestra vida cotidiana.

La “cultura de cancelación” bien puede ser vista como una encarnación del maniqueísmo en la era digital. De un lado estarían los poderosos, la minoría de personas malas o “tramposas” que, abusando de sus privilegios y del orden social vigente, hacen sufrir a los buenos y débiles, que son la mayoría: el conjunto variopinto de personas buenas pero débiles, desmedradas por su género, su origen social, su pertenencia cultural y tantas otras condiciones que no eligieron, comenzando por el propio patrimonio genético. La “cultura de la cancelación” sería su grito desesperado, que llama a rebelarse en contra del abuso. ¿Quién pudiera negarse a adherir a tan noble causa y perder la oportunidad de exhibir así su bondad en esta nueva temporada de la serie judaica “David contra Goliat”? “Aló, ¿Fernando?”.

Buscar el mal lejos de uno y los suyos es una manera curiosa de demostrar la probidad moral propia. A saber, denunciando el vicio, lo indigno de respeto, lejos, muy lejos de uno y los suyos. Ya Jesús de Nazaret rechazó tal estrategia: “¡Hipócrita! Saca primero la viga de tu propio ojo, y entonces verás bien para sacar la paja del ojo de tu hermano” (San Mateo 7, 5). ¿Acaso no es verdad que bien podría uno, en cambio, asegurar primero que nada digno de reprobación, regulación, disminución y eliminación reste en mi propia conducta y la de los míos? El maniqueo, convencido de que es bueno, no siente necesidad alguna de inspeccionar su propia conducta.

El entendimiento medieval o teológico del conflicto humano, que lo conceptúa en términos maniqueos, florece en la era digital. Las noticias de la muerte del medioevo a manos de la lógica matemática eran exageradas. Aún abordamos los fenómenos morales, políticos y jurídicos con una teoría de inspiración teológica, simple y seductora, pero falsa. Si fuera verdad que la Luna, el Sol y las estrellas giran en torno a la Tierra, esa sería la explicación de lo que la experiencia muestra respecto de los fenómenos celestes. El problema es que la hipótesis es falsa. Si el maniqueísmo fuera verdadero, si la moral, la política y el derecho fueran el enfrentamiento de los buenos contra los malos (o de los “justos” contra los “tramposos”), eso explicaría el conflicto entre los seres humanos. El problema es que esa teoría es falsa. “¿Aló, Fernando?”.

Una manera de entender la “cultura de la cancelación” es en términos de una encarnación del maniqueísmo en la era digital. Admito, por cierto, que pudiera haber otras maneras de entenderlo. Pero las desconozco. ¿Tiene rivales el entendimiento maniqueo de la normatividad en moral, política y derecho, el que seduce a quienes no superan el estadio teológico? Desde luego que sí. Ya lo hemos visto: el entendimiento pluralista. A quienes alcanzan el estadio positivo o del bien poder respecto de los fenómenos normativos esta posición propone una negociación moral entre prójimos lejanos, que reconocen pertenecer a distintas formas de vivir o identidades humanas, pero que buscan impulsar en moral, en política y en derecho el encuentro respetuoso, productivo y festivo del mayor número posible de personas. Los detalles están en un ensayo que con ese título publiqué hace una década. ¡Saludos desde la “Fábrica de Perlas”!

 

*La versión original del comentario fue recibida el 13 de julio de 2021. La versión final fue recibida el 17 de agosto de 2021.

Referencias:

Atria, Fernando. La constitución tramposa. Santiago de Chile: LOM 2013

Mateo, Nuevo Testamento, Santa Biblia

Orellana Benado, M. E. “Negociación moral” en M.E.O.B. (compilador), Causas perdidas. Ensayos en filosofía jurídica, política y moral, Santiago de Chile: Catalonia 2011