Agradezco la invitación del profesor Diego Gil a escribir un breve comentario a la excelente intervención de la profesora Yanira Zúñiga Añazco sobre la cultura de la cancelación. Se trata de un debate importante y el texto sin duda contribuye a precisar algunas de sus dimensiones más sensibles.
En lo general, concuerdo con lo que comprendo son sus motivaciones e intuiciones de base: la así llamada cultura de la cancelación es un fenómeno relativamente reciente, complejo, y que apunta a hacer visibles en la esfera pública una serie de injusticias que diversos grupos han experimentado en sus vivencias biográficas, en cómo se construyen epistémicamente sus relatos y por cierto en las consecuencias institucionales de tales injusticas. El principal argumento que suele esgrimirse contra la cultura de la cancelación, nos dice, es su efecto sobre la libertad de expresión: suprimir el debate, e impedir que sea la racionalidad del mejor argumento la que finalmente se imponga. La tensión es evidente y a todas luces real: por un lado, si una sociedad democrática quiere tomarse en serio las reclamaciones de grupos que han sufrido injusticias históricas que hoy reconocemos como tales, la sociedad tiene el deber de hacer algo al respecto para corregirlas; por el otro, si una sociedad democrática deja de creer en la libertad de expresión, con ello ha abandonado ya uno de los pilares fundamentales de la idea misma de democracia. La propuesta de la profesora Zúñiga Añazco para sobreponerse a esta dificultad es abandonar la interpretación “radical” del principio de la libertad de expresión; es decir, una idea de libertad de expresión que debe defenderse siempre y a todo evento. Mas bien, hemos de comprender la libertad de expresión tanto a partir del beneficio y valores que produce y promueve como en relación con los daños y perjuicios que ella puede provocar. No se trataría entonces de restringir arbitrariamente el principio de la libertad de expresión (cuestión que por lo demás ha tenido lugar durante toda la historia de la modernidad incluidos aquellos lugares que sirven recurrentemente de modelo), sino del ejercicio permanente de tener que sopesar distintos derechos cuando ellos entran en conflicto entre sí, o cuando sus consecuencias devienen especialmente problemáticas para grupos determinados. Confieso que la propuesta me parece atractiva: post estallido social de octubre de 2019, me preocupa la relativización de las violaciones a los derechos humanos que han sucedido en el país desde esa fecha y el posible revisionismo histórico asociado a los crímenes de la dictadura. Como descendiente directo de judíos que fallecieron en el holocausto, entiendo la importancia de enfrentar con fuerza los crímenes de odio. Pero dejo a colegas mucho más capacitados que yo la discusión sobre las sin duda muy exigentes condiciones jurídicas con que legislaciones de este tipo pueden llegar a implementarse.
En lo que sigue, quiero hacer dos reflexiones.
Para la primera, quisiera volver a la tradición del pensamiento social y político moderno y, en concreto, a la Filosofía del Derecho de Hegel (1999). Una intuición fundamental de la discusión que ahora nos convoca está ya presente en el corazón de la crítica de Hegel a la tradición de derecho natural racional, el proto-liberalismo, que lo procede (Chernilo 2013). Dice Hegel que lo propio de una idea genuinamente moderna de sociedad civil es justamente el hecho de que es un espacio social de múltiples mediaciones y que ya no puede encontrar unidad bajo un único principio fundamental. Cuando un grupo – la burguesía, el clero, la burocracia civil – o un principio – la libertad de expresión, la deliberación, o la soberanía estatal – busca tomar el lugar del conjunto, sufre la sociedad toda, se resquebraja el tejido social y la democracia da lugar al autoritarismo (Fine 2021). La diversidad que es propia de la sociedad moderna no se deja absolutizar por nada ni por nadie y cualquier intento por reinstalar un principio único, por “democrático” que parezca, es siempre peor que la enfermedad que busca curar. Si ello es así, uno debe concordar con la propuesta de la profesora Zúñiga Añazco respecto de que el principio de la libertad de expresión queda mejor cautelado cuando se lo pondera y relaciona con otros principios y derechos fundamentales. Pero esa fortaleza de su argumento no se despliega de la misma forma en lo que se refiere a cuáles serían los límites que sociedad democrática habría también de poner a los movimientos o grupos que forman parte de la cultura de la cancelación. ¿Son todas las formas de cancelación igualmente legítimas? ¿Y si no lo son, como separar la paja del trigo?
Este es justamente mi segundo punto, que en realidad es una derivación de sociología empírica del argumento filosófico de Hegel sobre una sociedad civil diversa y democrática. Como ya dije, comprendo la defensa que hace la profesora Zúñiga Añazco del principio de la cultura de la cancelación como forma de visibilizar y rebalancear injusticias históricas. Al mismo tiempo, como ella también sostiene, el término no tiene una definición precisa: estamos hablando de grupos múltiples que pueden llegar a usarla como forma de proteger o promover, legítimamente, reivindicaciones que son también muy diversas. Pero entonces esa multiplicidad de grupos e intereses no puede permanecer dentro de una caja negra, y tal vez más productivo que “aprobar” o “rechazar” la cultura de la cancelación como un todo en su relación con la libertad de expresión, resulte más productivo dilucidar cómo nos hemos de enfrentar a demandas específicas de grupos concretos que, además, usan y seguirán usando métodos muy diversos para visibilizar sus posiciones. Pienso, por ejemplo, en grupos que adoptan formas más o menos pacíficas de protesta, grupos cuya organización interna es más o menos democrática, grupos cuyas agendas generarán más o menos simpatía en distintos momentos o para distintos actores.
La caracterización sociológicamente precisa del fenómeno requiere ir más allá, me parece, de la idea genérica de “cultura de la cancelación”. Pareciera que estamos en presencia de un nuevo tipo de desobediencia civil, fundamentalmente comunicativa, que es propia de sociedades donde las redes digitales juegan un rol tan fundamental. Si la comunicación societal se hace cada vez más intensa y permanente, entonces el borde entre “decir” y “hacer” continúa haciéndose cada vez más poroso. Las formas de desobediencia que aquí han sido caracterizadas como “cancelación”, entonces, serían aquellas que parecen encontrar más significativo el rechazo de ciertas formas discursivas que aquellas formas tradicionales de disidencia basadas, por ejemplo, en la restricción del acceso a ciertos espacios físicos. De eso, finalmente, se trata la sociología: la sociedad está en permanente cambio, pero no cambia nunca en la dirección que anticipamos.
Referencias:
Chernilo, D. (2013) The natural law foundations of modern social theory, Cambridge: Cambridge University Press.
Fine, R. (2021) Investigaciones Políticas. Hegel, Marx, Arendt, Santiago: Metales Pesados.
Hegel, G. W. (1999) Principios de la Filosofía del Derecho, Edhasa: Barcelona.