Comentario por:
Carolina Tohá
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La cultura de la cancelación: más allá del todo o nada
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El artículo de Yanira Zúñiga pone en evidencia algo que suele estar presente en muchos de nuestros debates más persistentes: detrás de las dudas respecto a la cultura de la cancelación subyace la tensión entre valores o bienes sociales difíciles de compatibilizar. En este caso, se trata de las ventajas sociales versus los potenciales costos o daños del ejercicio ilimitado de la libertad de expresión. Según el artículo, la posibilidad de que esta última se utilice contra “miembros de grupos desaventajados es parte de los engranajes de los sistemas de opresión” y ello debiera ponderarse en el análisis. Cuando los grupos perjudicados por el ejercicio de la libertad de expresión son sectores discriminados o vulnerados, este dilema es crítico por la desventaja con que sus integrantes se enfrentan al debate público, pues sus voces son menos escuchadas, su fiabilidad es cuestionada y su experiencia es minusvalorada. La justicia formal y el juicio social suele descuidar la perspectiva de dichos sectores y ello sería la causa de que recurran a la cancelación.

El artículo de Yanira no sostiene que los argumentos que ella enarbola sean suficientes para dar por validada la cancelación, sino que propone considerarlos como puntos atendibles en un debate que asume como válido y necesario. La exploración conceptual y filosófica que hace su texto es asertiva. La cancelación sería un síntoma de los desequilibrios de la conversación pública y la falta o poca eficacia de los recursos de que disponen los grupos desaventajados para contrarrestar esa posición. Asumida entonces la validez del debate, aquí intentaremos entregar algunos elementos adicionales para desarrollarlo.

Como principio, afirmar que la libertad de expresión se puede usar mal no significa no reconocerla como principio. Y oponerse a ponerle límites tampoco supone que siempre será bien usada. Por el contario, el argumento contra las limitaciones a la libertad de expresión es que los malos usos de ésta se combaten mejor dentro de un debate sin restricciones.

Por lo anterior, criticar o confrontar los usos dañinos de la libertad de expresión que se traducen en discursos degradantes o discriminatorios no es razón suficiente para validar la estrategia de la cancelación. Ésta no es cualquier forma de cuestionamiento a las expresiones  degradantes, sino una que se basa en frenar dichas expresiones imponiendo sumariamente una sanción de vergüenza pública u ostracismo contra quienes las emitieron. La pregunta sobre la cancelación no es si deben ser confrontadas las opiniones degradantes, sino si esa es la mejor forma, las más efectiva o la más ética, de hacerlo.

Si asumimos que el miedo es un factor poderoso para producir un cambio de conductas, es innegable que la cancelación tiene eficacia. Ante el temor de ser funadas o canceladas, muchas personas prefieren tener la precaución de no emitir opiniones que puedan acarrear esa reacción.

El artículo que comentamos menciona que distintas modalidades de cancelación han sido utilizadas como formas de protesta social y cita el caso de asociaciones de familiares de detenidos desaparecidos en Argentina. El ejemplo hace pensar que la cancelación es un recurso ligado a causas progresistas, pero también hay causas del signo opuesto que se promovido con acciones similares, como lo han hecho los movimientos pro vida y los grupos homofóbicos. En realidad, los mismos grupos que hoy recurren a la cancelación para enfrentar los discursos que los han discriminado y ofendido, históricamente también han sido sometidos a una especie de cancelación. Decirse homosexual o lesbiana, acusar a la pareja por violenta o defender el aborto eran actitudes u opiniones socialmente funadas hace pocos años atrás. Se las consideraba desviadas, desleales con la familia o contrarias a los designios de Dios. El miedo fue por mucho tiempo un factor poderoso para que esas voces fueran acalladas. Ahora, que tienen cabida en el debate público, el miedo cambia de bando, como dijo Karina Oliva.

Si reconocemos que el miedo es efectivo para cambiar conductas, la pregunta a responder es si ese es el tipo de cambio que vale la pena buscar por parte de los sectores históricamente desvalorizados y que hoy comienzan a hacerse escuchar. La cancelación va a inhibir las tradicionales opiniones degradantes, pero también validará una vez más la estrategia del miedo como herramienta correctiva y disciplinadora de las actitudes sociales. En ese sentido, la cancelación está actuando como una oscilación del péndulo del miedo más que como una evolución verdadera de la sociedad hacia un estadio en que el mal trato y la estigmatización se superen como prácticas sociales.

Las expresiones que hoy son canceladas y funadas obedecen en muchos casos a prácticas que estaban normalizadas y consideradas como válidas hasta hace poco tiempo atrás. Condenar apuradamente al ostracismo social a quienes mantienen esas opiniones se parece demasiado a la búsqueda de chivos expiatorios respecto una responsabilidad que es mucho más expandida que la acción de los contumaces o despistados que aún no logran evolucionar. Ser severos en el debate de las ideas, pero cuidadosos en el trato de las personas parece una estrategia de cambio social más sostenible y profunda que la simple agresión a quienes vulneran los nuevos códigos de lo correcto.

La libertad de expresión puede ser un arma para malas causas o, de frentón, para discursos discriminadores, e intentar evitarlo o combatirlo es loable. Ello no despeja la interrogante respecto a cuál es la forma de hacerlo. Criticar duramente las opiniones discriminadoras es perfectamente coherente con la plena libertad de expresión. Desnudar los prejuicios sociales y los paradigmas de abuso y sometimiento también. Lo que el artículo visibiliza es que la arena del debate público donde se ejerce la libertad de expresión no es pareja, y que algunos grupos entran a ella con desventajas estructurales. En esa línea la cultura de la cancelación respondería al intento por compensar esas desventajas. Sin embargo, el texto no se adentra en una evaluación respecto a si esa compensación es conducente o no a un buen resultado, simplemente describe su origen.

Asumir que hay algunas expresiones o conductas particularmente negativas que no logran ser enfrentadas en el debate público y que ameritan ser sancionadas con la estrategia de la cancelación, es decir, en palabras de Yanira “el uso deliberado de la vergüenza pública para castigar o exponer a personas”, deja abierta la posibilidad de que otros sectores consideren que hay otro tipo de expresiones o conductas que ameritan igual respuesta. El tribunal que puede definir cuándo la cancelación es aceptable y cuando no simplemente no existe. Ni la democracia, ni el sentido común, ni un panel de expertos ni una representación aleatoria de ciudadanos o de figuras morales son garantía de que habrá un estándar aceptable para definir cuándo la cancelación es justa. De consecuencia, reconocer que ésta es un medio razonable evitar los usos dañinos de la libertad de expresión no asegura mayor justicia, sino que simplemente valida una herramienta más del debate público que podrá usarse con el mismo sesgo que otras.

La cancelación es una estrategia para detener tratos degradantes que se vale de los mismos usos excesivos de la libertad de expresión que está cuestionando. Si se acepta que es válido inhibir la libertad de expresión respecto a determinados discursos ofensivos o discriminatorios, probablemente esa misma cancelación caería tarde o temprano en la categoría de los discursos a ser cancelados.

El artículo de Yanira Zúñiga concentra sus argumentos especialmente en los casos en que la cancelación se usa para cohibir ciertas opiniones. Sin embargo, la estrategia de la cancelación también se utiliza para sancionar a las personas cuando se les imputan no sólo opiniones condenables, sino actos. En ese caso, ésta opera como un cierre a la posibilidad de que el acusado o acusada se defienda o presente su versión de los hechos. La dinámica es más intrincada en este caso: se justificaría la cancelación ante la falta de confianza en la justicia formal, que tiende a ser sesgada o indolente ante actos de, por ejemplo, abuso sexual, vulneración de los derechos indígenas o discriminación contra las disidencias sexuales. Nuevamente, un pecado social como es la deuda histórica con los grupos tradicionalmente discriminados se intenta compensar con la condena sumaria y sin derecho a defensa de determinados sujetos. Con ello se entra en un terreno extremadamente pantanoso: se acepta que la pertenencia a un grupo (los hombres que históricamente han abusado, los blancos que han despojado a los indígenas o los heterosexuales que han humillado a los gays) puede ameritar la pérdida de garantías esenciales como la presunción de inocencia, el derecho a defensa y el debido proceso. Se parece peligrosamente a las lógicas con las que se han demonizado a los sectores tradicionalmente discriminados o estigmatizados.

De consecuencia, los argumentos desarrollados en el artículo permiten entender los fenómenos sociales que dan origen a la cancelación, pero no parecen suficientes para considerarla buena forma de evitar los malos usos de la libertad de expresión. De hecho, la autora dice explícitamente que no busca ese segundo objetivo. Y a decir verdad, lograr el primero no es poca cosa.

La cancelación, y también la violencia del estallido, llegaron a nuestras vidas movidas por el sentimiento social de que hay otras cancelaciones y otras violencias de la sociedad que no son reconocidas y sancionadas. Eso no es argumento suficiente para legitimarlas como métodos políticos por todas las razones antes descritas, y probablemente por muchas más. Ninguna transformación social que reivindique la dignidad humana podrá surgir de esos métodos. Pero por algo están ahí. Intentar entenderlo no puede asimilarse a una mera excusa para validar esas prácticas o minimizar su gravedad. Entender es necesario. Sin ello no lograremos regenerar un acuerdo social respecto a qué métodos son válidos para reclamar ante lo que consideramos injusto. Y no sólo válidos, sino igualmente accesibles para todas las personas. A eso hace un aporte el artículo de Yanira Zúñiga. Prácticas como la cancelación y la violencia saldrán de nuestra convivencia en la medida que logremos que nuestra crítica a ellas sea igual de contundente que nuestro esfuerzo por comprender de qué las generó, y que nuestra voluntad de hacer lo necesario para modificar ese cuadro de cosas. Ese esfuerzo será imperfecto e incompleto, lo importante es que lo hagamos genuinamente. Ese solo hecho será sanador.

Por último, nuestros juicios sobre lo correcto y lo incorrecto, lo justo y lo abusivo siempre tendrán una relación conflictiva con nuestra capacidad de reírnos de nosotros mismos, de nuestras desgracias y bajezas humanas. El humor es una de las actividades más expuestas a la cancelación precisamente por su tendencia a pisar los límites de lo aceptable y ocupar las emociones, incluido el horror y la vergüenza, como combustibles de la risa. Para algunos, ponerle corrección al humor es una forma de blindarnos ante la banalización de males sociales como el racismo, el antisemitismo, la homofobia, el machismo o el clasismo. Para otros, la superación de esas bajezas humanas debiera llevar a que un día no nos riamos de los chistes malos que replican prejuicios sociales o estigmas. Pero hay un tercer grupo, quizás el más polémico, que cree que nuestro sentido del humor debe ser entrenado al punto que nos podamos reír de los chistes “antiupelientos” siendo descendientes de víctimas de la dictadura. El humor puede ser de mal gusto, puede ser fome o desubicado, pero hay que tomar con distancia el intento de exigirle corrección. No parece un camino fácil, pero quizás es el único que nos ayudará a navegar con una sonrisa en medio de las aguas turbulentas de nuestra agridulce historia humana.