El trabajo de Rodrigo Correa busca refutar la hipótesis de que la crisis política que vive el país no se puede resolver reformando la Constitución vigente, sino sólo a través de un proceso constituyente democrático. El autor no cuestiona que las reglas actuales sean un obstáculo a la legitimidad democrática de las decisiones, sino que busca separar el proceso de elaboración constitucional de los contenidos de una nueva carta fundamental. Critica, así, la perspectiva que vincula la legitimidad del procedimiento de elaboración constitucional con su resultado. Por el contrario, en su opinión lo importante no es el proceso sino “adoptar instituciones capaces de engendrar una política legítima”. Mientras la atención prioritaria ha estado en el proceso constituyente, sostiene, “el orden de investigación virtuoso es el inverso”: primero se debe identificar qué problemas existen en la práctica política que podrían ser modificados para mejorar su legitimidad; segundo, determinar qué obstáculos impiden hoy esos cambios, y tercero ver cómo se relacionan dichas trabas con la Constitución.
La discusión propone un enfoque en los contenidos constitucionales que sin duda es crucial para superar el problema constitucional chileno. Sin embargo, en mi opinión no es posible en este caso separar procedimiento de resultado. Como escribiera en relación a un tema enteramente distinto en 1964 el teórico de las comunicaciones Marshall McLuhan, en este caso el medio es el mensaje. El problema de legitimidad de la Constitución tiene que ver con normas que han restringido severamente la capacidad de agencia política de individuos, colectivos y partidos a través de la participación política institucionalizada. Esta participación no ha sido capaz de generar incidencia real en la política, lo que ha conducido a una sostenida desafección con las instituciones y al aumento de la acción colectiva a través de movimientos sociales y de la judicialización.
La crisis de legitimidad de la política tiene que ver, sobre todo, con una realidad de exclusión que es en parte producto de un legado histórico (Valdivia 2010), pero también de una reacción de la dictadura a la creciente incorporación de sectores populares que se observó en Chile a partir de la década de los 1960s. Ese proceso incluyó el surgimiento de las juntas de vecinos y centros de madres, la formalización de mecanismos de incidencia de organizaciones obreras y campesinas y la ampliación del derecho a voto a personas analfabetas en 1970. En respuesta a esos desarrollos, el proyecto de “democracia protegida” implícito en la Constitución de 1980 incluía restricciones a los partidos políticos y sindicatos, limitaciones a las libertades de prensa y de expresión e importantes distorsiones institucionales de la representación política (Heiss y Szmulewicz 2018). Estos obstáculos se mantienen, en mayor o menor medida, hasta nuestros días, gracias a los amarres institucionales que han dado poder de veto a la derecha para bloquear reformas sustantivas. La reforma de 2005 que redujo el papel tutelar de las Fuerzas Armadas sobre este sistema lo traspasó a un Tribunal Constitucional politizado y binominalizado.
La inmunidad de la decisión política a la voluntad democrática que ha mantenido la Constitución se complementó, desde el retorno a la democracia, con una estrategia de desmovilización promovida por distintos sectores políticos y con reformas como el voto voluntario. En este contexto, el principal problema constitucional es el bloqueo a una representación política efectiva, que incorpore los elementos de participación y deliberación necesarios para una democracia constitucional. Nuestro actual sistema político, amparado en el legado de la Constitución, ha contribuido a promover la abstención, entendida como falta de participación, y la exclusión, como fracaso de la representación (Plotke 1997). Los remedios para esos males son, precisamente, inclusión y participación en la elaboración de las reglas básicas. Como ha señalado Jon Elster, el papel de las y los expertos en un proceso constituyente debe ser limitado, porque las soluciones tienden a ser más estables cuando son dictadas por consideraciones políticas y no técnicas. Las abogadas y abogados resistirán formulaciones que parezcan técnicamente deficientes o ambiguas, pero que sin embargo pueden ser necesarias para alcanzar acuerdos. (Elster 1995:395).
Los estudios empíricos que han buscado vincular proceso y resultado en la elaboración constitucional no son del todo concluyentes. Algunos han señalado que una amplia participación ciudadana afecta en forma positiva la calidad de la democracia resultante (Eisenstadt, LeVan y Maboudi 2017). Desde ese punto de vista, el mecanismo es al menos tan importante como el producto para construir legitimidad. Desde el punto de vista de la teoría normativa, abundan los trabajos sobre la relevancia de la participación y la inclusión para la legitimidad de las instituciones de representación política, desde los más críticos al carácter elitista de la representación (Carole Pateman o Benjamin Barber) hasta quienes buscan reconceptualizar este término en una versión participativa, deliberativa e inclusiva (Nadia Urbinati, Bernard Manin o Enrique Peruzzotti).
Rodrigo Correa señala que existen dos alternativas: “capitular ante la demanda de cercanía” o “reconstruir las instituciones mediadoras”. Como han señalado autores tales como Peruzzotti, Urbinati y otros, la reconstrucción de un concepto de representación que no la entienda como exclusión de los representados sino como política mediada, en permanente reflexividad entre instituciones y sociedad, permitiría superar esa disyuntiva. No parece posible, en realidad, reconstruir instituciones mediadoras sin mayor apertura a la participación incidente de grupos hasta hoy excluidos. Esto no significa reemplazar la representación por democracia directa, sino generar instituciones representativas capaces de canalizar la pluralidad de la sociedad.
La política del reconocimiento, en décadas recientes, ha puesto en cuestión la capacidad de órganos sin o con escasa participación de mujeres o pueblos originarios para representar a estos grupos, dando paso a mecanismos de acción afirmativa y a la concepción de la representación como una combinación de presencia e ideas en la esfera pública. Así como las mujeres contribuyeron a la crisis del partido laborista británico a comienzos del siglo XXI al negarse a ser representadas sólo por hombres o los colonos británicos de América iniciaron su independencia del rey Jorge III al desconocer la legitimidad de impuestos decididos sin su consentimiento (“no taxation without representation”), no hay diseño institucional que pueda construir legitimidad en ausencia de participación, inclusión y representación efectiva. Ese es el desafío del proceso constituyente que enfrenta el país.
Referencias
Eisenstadt, T., LeVan, C. y Maboudi, T. (2017). Constituents Before Assembly. Participation, Deliberation, and Representation in the Crafting of New Constitutions. Cambridge: Cambridge University Press.
Elster, J. (1995). “Forces and Mechanisms in the Constitution-Making Process”. Duke Law Journal, 45(2), 364-396.
Heiss, C. y Szmulewicz, E. (2018). “La Constitución Política de 1980”, en Huneeus, C. y Avendaño, O. (Eds.) El sistema político de Chile. Santiago: LOM. (57-83).
Peruzzotti, Enrique. 2008. “La democracia representativa como política mediada: repensando los vínculos entre representación y participación”. Debates en Sociología 33 (9-30).
Plotke, D. 1997. “Representation is Democracy”. Constellations, 4-1 (19-34).
Valdivia, V. (2010). “Estabilidad y constitucionalismo: Las sombras de la excepcionalidad chilena”, en C. Fuentes (Ed.), En nombre del pueblo. Debate sobre el cambio constitucional en Chile (pp. 131-154). Santiago: Ediciones Böll Cono Sur.