Rodrigo Correa se pregunta: ¿qué de “problemático” tiene la actual Constitución? ¿Es su “establecimiento” lo ilegítimo, o lo es su “contenido”? O dicho en términos tradicionales, lo problemático reside en su ilegitimidad de origen, o en su ilegitimidad de ejercicio? Para algunos, “el principal desafío constitucional de Chile consiste en generar la Nueva Constitución bajo condiciones que aseguren la legitimidad de su establecimiento [es decir, de origen]. Asegurada ésta, quedaría asegurada la legitimidad del sistema político bajo su vigencia. Lo crucial entonces no sería el contenido de la nueva constitución, sino la legitimidad del procedimiento para su establecimiento.” Para otros, “lo crucial es que [la Constitución], con independencia de su origen, configuraría una actividad política que no logra legitimarse.” Correa desestima tomar en cuenta la legitimidad de origen y fija toda su atención en la cuestión de la legitimidad del ejercicio.
La legitimidad de ejercicio “corresponde a la generalizada creencia de que el poder es ejercido correctamente por quienes tienen derecho a ejercerlo. La legitimidad democrática entiende que el poder es ejercido correctamente cuando las decisiones de la autoridad corresponden a la voluntad del pueblo. El pueblo, sin embargo, no tiene existencia natural. Su voluntad, por tanto, tampoco.” Una Constitución es legítima si permite el ejercicio correcto del poder por parte de las autoridades políticas. ¿Qué quiere decir aquí ‘correcto’? Lo ‘correcto’ aparece como equivalente a lo democrático. Es correcto el ejercicio de poder que expresa la voluntad del demos. Pero para el nominalismo neoliberal de Correa el pueblo como tal no existe. Solo existen los individuos y sus intereses. La sociedad misma se reduce a la suma de esos intereses. Por ello, afirma Correa, “la sociedad contemporánea valida intensamente estos intereses.”
Si el pueblo no existe realmente, y solo valen las preferencias individuales y los contratos, eso significa que en el universo intelectual de Correa no tiene cabida la noción de bien común. Esto queda de manifiesto cuando afirma que “la acción estatal inevitablemente favorece la satisfacción de algunos de esos intereses y obstaculiza la de otros” (mi énfasis). Reconoce a la vez que esta anarquía en la satisfacción de preferencias es una situación insostenible porque la legitimidad de la acción estatal no sería universal, puesto que algunos intereses se verían frustrados. La solución es que los ciudadanos desfavorecidos “estén dispuestos a aceptar que las decisiones del Estado… son decisiones atribuibles al pueblo. La legitimidad democrática supone entonces una determinada disposición en los ciudadanos. Si esa disposición no está presente, la legitimidad democrática es imposible.” Por lo visto, el pueblo no se ha extinguido y persiste como disposición en el foro interno de cada individuo.
Correa postula, además, lo que denomina “disociación” entre el interés individual y el interés ciudadano, entre homme y citoyen, entre la voluntad de todos y la voluntad general. Hay que ver en esto una persistencia de la noción de pueblo, que es necesaria para superar el “potencial anárquico” de preferencias y contratos. Ese potencial anárquico aparece super-potenciado, hoy en día, por la irrupción de las redes sociales. Debido a ellas, las “disociaciones exigidas por la legitimidad democrática resultan improbables.”
Con este severo escenario como mar de fondo, ¿qué destino le augura Correa a la idea de substituir la actual Constitución por una nueva? Su respuesta no es auspiciosa. “La validación del interés individual es un hecho sociológico. No porque su consolidación se haya favorecido en algún grado por la Constitución desaparecerá con ella. Por el contrario, la legitimidad de la nueva constitución dependerá en buena medida de su capacidad de dar cuenta de aquella validez.” Correa certifica con esto la hegemonía que le reconoce al neoliberalismo. Lo decisivo son las preferencias e intereses individuales lo que significa la irrealidad de un bien común y la disolución del pueblo. En este punto, Correa re-afirma su postura neoliberal: “La acción estatal inevitablemente favorecerá ciertos intereses y perjudicará otros” (el subrayado es mío). No puede darse la comunidad de intereses.
A pesar de todo, más allá de este plano de los intereses, eminentemente inestables y evanescentes, Correa deja entrever una realidad más sustantiva y permanente. Lo reconoce cuando afirma: “La constitución política no constituye a la sociedad, sino que se aplica a una sociedad preexistente.” La idea de una sociedad pre-existente apunta en la dirección de una comunidad ética e histórica, de una tradición en curso. El argumento apunta hacia un Estado ético hegeliano “disociado” de la sociedad civil, que es el lugar de las preferencias y los contratos, y también el lugar donde se extingue la Sittlichkeit o eticidad. Pace Correa, habría que decir que una democracia estable exige un Estado ético ontológicamente supraindividual, es decir, mayor que una mera suma de individuos. Un Estado ético se traduce en un pueblo con persistencia histórica, con intereses comunes sostenidos en el tiempo. Hegel define lo ético en términos ontológicos: “La sustancia ética, sus leyes y fuerzas, tiene para el sujeto, por una parte, en cuanto objeto, la propiedad de ser, en el más elevado sentido de independencia. Constituyen, por lo tanto, como el ser de la naturaleza, una autoridad absoluta, infinitamente fija… El sol, la luna, las montañas, los ríos, los objetos naturales que nos rodean, son… Por otra parte, estas leyes éticas no son para el sujeto algo extraño, sino que en ellas aparece como en su propia esencia, el testimonio del espíritu” (Hegel, 1971: §146-§147). Y Schmitt, en uno de sus momentos hegelianos, escribe: “El Estado no tiene una Constitución según la que se forma y funciona la voluntad estatal, sino que el Estado es Constitución, es decir, una situación presente del ser, un status de unidad y ordenación” (Schmitt, 1934: 30).
Esto me lleva a Jaime Guzmán y la destrucción de la Constitución de 1925. Al igual que Correa, Guzmán privilegia la legitimidad de ejercicio por sobre la de origen. Con dos grandes diferencias. Primero, Correa afirma la legitimidad de ejercicio político democrático. Guzmán, en cambio, tiene en vista una legitimidad de corte gremialista. Segundo, Guzmán desestima la legitimidad de origen en concordancia con la tendencia putschista del carlismo. En una nota de su Memoria de Prueba cita textos de dos pensadores carlistas, Osvaldo Lira y Aniceto de Castro (Guzmán & Novoa, 1970: xix). Lira escribe: “La trascendencia de la legitimidad de adquisición [u origen] es de muy escasa monta si se la considera en sí misma e independientemente de las consecuencias que su violación en un momento determinado podría producir en una sociedad” (Lira, 1942: 173). Y de Castro escribe: “Un consentimiento tácito, una callada adhesión, un mero gobierno en paz y sin protestas, en régimen de justicia, de legítima libertad y de amplia conformidad ciudadana, son indicios suficientes de un refrendo popular, que basta para lavar al poder de su pecado de origen” (De Castro, 1934:140). Se desestima la legitimidad de origen por ser un impedimento para los pronunciamientos militares, típico modus operandi del carlismo.
Lo que destruye Guzmán no es solo un determinado gobierno o un determinado documento legal. Precisamente porque desestima la legitimidad de origen, destruye la legitimidad histórica y ética de la república real que se extiende hasta los albores de nuestra Independencia. Correa desecha considerar “una restauración de la Constitución de 1925”, y no comparte la idea de que “el problema constitucional sea fundamentalmente simbólico (la Constitución de Pinochet).” Por mi parte pienso que lo simbólico importa, pero más que eso, lo que está en juego aquí es una cuestión moral — la extinción de la legitimidad de origen, tanto histórica y como ética, en 1973. La Constitución del 1925, reconoce Hugo Herrera, “tuvo un talante, modesta pero efectivamente ejemplar o logrado, del cual carece la actual carta, incluso con las reformas que se le han hecho. Aunque su método de producción fue imperfecto, se trata de una constitución concebida en democracia” (Herrera, 2019: 97). Esto es muy cierto, pero deben primar, a mi parecer, las consideraciones morales. No restaurarla dejaría sin reparar la alevosa sedición que violó sus Arts. N°3 y N°4. Su Art N°3 señala: “Ninguna persona o reunión de personas pueden tomar el titulo o representación del pueblo, arrogarse sus derechos, ni hacer peticiones en su nombre. La infracción de este artículo es sedición.” Lo que se configura aquí es el grave delito de traición a la Patria, un delito que ha quedado impune.
Pero hay también consideraciones prudenciales. Su restauración podría satisfacer a un público conservador porque se respetaría la continuidad histórica, y también a un público progresista porque, mal que mal, fue la constitución de Frei y Allende. Restaurarla en este momento constitucional podría contribuir a la paz cívica. Sería un remanso de sobriedad que dejaría atrás los espasmos de nuestra ebriedad anárquica y libertaria de décadas. En fin, restaurarla, y luego reformarla, incorporando las reformas promulgadas a partir de 1989, preservaría nuestra continuidad republicana y legitimidad constitucional (cf. Fontaine et al., 2018).
Referencias
Castro, Aniceto de (1934). El derecho a la rebeldía, Madrid: Gráfica Universal.
Fontaine, Arturo et al. (2018). 1925 Continuidad republicana y legitimidad constitucional. Una propuesta, Santiago: Catalonia.
Guzmán, Jaime y Jovino Novoa (1970). Teoría sobre la Universidad, Memoria de Prueba, Facultad de Derecho, Universidad Católica de Chile.
Hegel, G. W. F. (1971). Grundlinien der Philosophie des Rechts, Werke 7, editado por Eva Moldenhauer y Karl Markus Michel, Frankfurt: Suhrkamp.
Herrera, Hugo (2019). Octubre en Chile. Acontecimientos y comprensión política: hacia un republicanismo popular, Santiago: Katakura.
Lira, Osvaldo (1942). Nostalgia de Vázquez de Mella, Santiago: Editorial Difusión.
Schmitt, Carl (1934). Teoría de la Constitución. Madrid: Alianza, 1982.