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Benjamín Arditi
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Juventudes, Violencia y Política: Ventana de un Perfil Generacional
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Martín Hopenhayn es un gran cronista del presente. Observa el nexo entre juventud y violencia desde ángulos ligeramente diferentes de lo habitual. Lo hace mediante el género ensayístico –en el que se desenvuelve con la misma soltura que en el de los aforismos– para tirar al ruedo ideas sugerentes que picanean nuestra curiosidad. Quiero hacer algunos comentarios acerca de cómo concibe la protesta juvenil usando un modo narrativo que emula al suyo.

 

De Tahrir a la Plaza de la Dignidad: objetivos sin demandas

Tomo como punto de partida que la singularidad de una experiencia nacional no impide reconocer su conexión con lo que ocurre en otras partes. Las protestas en Chile en la primavera de 2019 se enmaran en el ciclo insurgente que comenzó con la ocupación de la Plaza Tahrir en Egipto en 2011 y fue seguida por el 15M en España, Occupy Wall Street y una serie de otras protestas como las de Brasil por el aumento del pasaje del transporte público y la de los Chalecos Amarillos en Francia por el aumento de los precios del combustible.

Son similares por tres motivos. Uno es el papel que jugaron las tres palabras transversales que Hopenhayn identifica en el estallido social en Chile: el principal fue “abuso”, que vino de la mano con “desigualdad” y “dignidad”. Los manifestantes en Tahrir expresaban su hartazgo ante el maltrato cotidiano que ejercían policías y burócratas sobre la gente común y la desigualdad entre quienes mandaban y quienes aguantaban. En España denunciaban la sordera de la clase política ante el desempleo, así como los desalojos y el compadrazgo de los gobiernos de turno con grupos económicos. Un grafiti del 15M lo resumía así: “Esto no es una crisis, es una estafa”. Los chilenos, dice Hopenhayn, cuestionaron la meritocracia, el mantra de la modernización neoliberal. Era una meritocracia de utilería en la medida en que para la gente resultaba evidente el cortocircuito entre las promesas de movilidad social y la falta de opciones efectivas de ascenso social. El abuso incluía las derrotas y humillaciones sufridas por sus padres durante la dictadura y que Hopenhayn, haciendo un guiño a Walter Benjamin, describe como los “ancestros cuyos fantasmas reclaman redención”. La disonancia entre las promesas que les hicieron a chilenos, egipcios y españoles y las experiencias reales de los de abajo se plasma en un meme anónimo que circuló globalmente en redes sociales durante los primeros meses de la pandemia de 2020: “No estamos en el mismo barco. Estamos en el mismo mar, unos en yate, otros en lancha, otros en salvavidas y otros nadando con todas sus fuerzas.”

La segunda similitud es que ninguna de estas experiencias fueron relámpagos en un cielo azul, la expresión de una indignación puramente espontánea. Hablamos de explosión, que es algo súbito, pero detrás de ella había una acumulación de humillaciones, de grupos coordinados de manera informal, mensajes que se viralizaban y acciones callejeras recurrentes. El 15M se construyó a partir de asambleas y protestas por los desalojos de quienes no pudieron seguir pagando sus hipotecas luego de la crisis de 2008. El efecto de demostración de Tahrir junto con las movilizaciones impulsadas por plataformas como Democracia Real Ya y Juventud sin Futuro habían sembrado el terreno para la ocupación de Plaza del Sol. En Chile, dice Hopenhayn, el significante “abuso” circulaba entre los cuerpos mediante funas, memes, performances, el activismo de una variedad de pequeños colectivos y la memoria y energía inspiradora de las movilizaciones estudiantiles de 2006 y 2011, las protestas contra las AFP en 2017 y el mayo feminista de 2018.

La tercera similitud entre lo que ocurrió en Chile y los demás países que forman parte de este ciclo insurgente tiene dos aristas. Por un lado, los partidos y representantes electos no jugaron un papel en la coordinación y el liderazgo de las acciones; de hecho, fueron blanco de la ira de la gente y de los colectivos que se conectaron viralmente para convocar acciones. Por otro lado, las protestas tenían objetivos como denunciar la violencia contra las mujeres, el alto costo de vida, las pensiones miserables, los privilegios de los de arriba o la falta de futuro de quienes siguieron las reglas endeudándose para conseguir una educación universitaria. Pero los insumisos no tenían demandas como tales. Estas fueron surgiendo al calor de las movilizaciones, algo que va a contrapelo de lo que sostienen muchos pensadores. Ernesto Laclau, por ejemplo, dice que la demanda social es la unidad mínima de análisis del populismo y de la política en general, y Slavoj Žižek se queja de que los egipcios y españoles no tenían un programa de cambio sociopolítico, pues con ello los rebeldes caían en “la tentación del narcisismo de la causa perdida” pues expresaban el espíritu de la revuelta sin revolución. Sin demandas y sin programa no habría política, sólo carnaval. Jacques Rancière es tal vez la excepción a la regla cuando sostiene que los revolucionarios inventaron un pueblo –en el sentido de una parte que no cuenta tanto como otras– antes de inventar su futuro. La política para él surge cuando aparece ese sujeto colectivo llamado pueblo que denuncia un daño a su igualdad. El título de la canción de Los Prisioneros “El baile de los que sobran” expresa esta idea de pueblo: no indica un sector específico como los pobres, los proletarios o siquiera el sector popular, sino simplemente los que sobran, la parte de los que no tienen parte. La política surge cuando surge esa parte y decide hacer algo al respecto.

Hopenhayn alude a esta visión política de los ninguneados cuando describe la manifestación del 25 de octubre de 2019. Dice que fue un acontecimiento que precipitó un sentido de pertenencia pues los participantes llegaron “sin una demanda clara”, pero que su ser-juntos generó un “nosotros” que les hizo transitar de la dispersión (de la vivencia del abuso) a la condensación (de su resistencia). Ese “nosotros” coincide con lo que Rancière llama pueblo. Son los que sobran. Los participantes en las protestas de Tahrir a la Plaza de la Dignidad demostraron que las demandas puntuales y los planes no son condición de posibilidad de la acción y que éstos se van formulando por el camino. La gente que se congregó en la plaza decía “No son 30 pesos sino 30 años” en referencia a que no se trataba sólo del aumento del precio del pasaje del transporte público sino de desmontar un marco económico y político que sobrevivió a la dictadura de Augusto Pinochet. Sólo después, y gracias al impulso de las movilizaciones, fue decantándose el reclamo por un proceso constituyente, se abrió la posibilidad del plebiscito de 2020 y luego la campaña para elegir a los convencionales constituyentes en 2021. Aquí vemos la diferencia entre la política y lo político que plantea Hopenhayn. Lo político es un género ensayístico: en ausencia de libretos o manuales de procedimientos la gente expresa su frustración experimentando a tientas con lenguajes y repertorios de acción, incluyendo la violencia. Los pliegos petitorios van surgiendo después, cuando lo político se inserta en las negociaciones y dinámicas institucionales propias de la política.

 

Violencia y política

Hasta aquí el parecido de familia, pues lo ocurrido en Chile en 2019 se desmarca de las demás protestas del ciclo rebelde más reciente por el papel que jugó la violencia –los enfrentamientos con la policía, la quema de una estación de metro, destrucción de fachadas de tiendas, saqueos, etc. Es una violencia distinta a la que se dio en la política chilena del medio siglo precedente. Hopenhayn nos dice que la de hoy carece del espíritu redentor de las protestas de los sesentas y setentas y, en contraste con las movilizaciones del periodo que va de los ochentas a la segunda década del siglo XXI, sus protagonistas ya no son la clase media estudiantil sino una juventud popular urbana con poco acceso a canales de movilidad social y consumo. Esta juventud cuestiona las injusticias sociales y la estructura de clases, usando la violencia de manera instrumental y para adquirir visibilidad. Es como en los disturbios en las zonas pobres y de inmigrantes magrebíes de la banlieue o periferia de las ciudades francesas en 2005 y 2017. En ellos la violencia también se usó para visibilizar el descontento de los marginados.

Lo que le da frescura a lo que plantea Hopenhayn sobre la violencia no es tanto lo que él llama género próximo, sino la diferencia específica de esta violencia en Chile. Nos dice, por ejemplo, que para los jóvenes protagonistas hay un modo de construcción del otro como “inconversable” donde el uso de la violencia responde a una inversión del orden habitual de las cosas: en vez de verla como opción extrema cuando fracasa la negociación, se recurre a ella porque se asume la imposibilidad a priori de esa negociación. O que la violencia no es señal de anomia o quiebre de un sistema normativo sino de la puesta en acto de otro sistema de normas en el que la violencia es un elemento recurrente. Y así por el estilo.

Comparto lo que dice Hopenhayn. Pero dos de sus observaciones son particularmente apropiadas en la coyuntura post-plebiscito y sería bueno que la clase política tome nota de ellas. Una es que la violencia de los jóvenes funciona como síntoma de su rabia ante el ninguneo cotidiano. Es una respuesta de quienes cuentan poco en el modelo de modernidad meritocrática que el establishment de la derecha y de buena parte de la ex Concertación pregonó como representación triunfante del Chile contemporáneo. Cuando los excluidos se miran en esa representación sólo ven una imagen invertida de lo que ese espejo les promete. Ello hace que su violencia sea un acto de reciprocidad hacia la violencia generada por una experiencia de abuso ubicuo y omnipresente. La lección que nos propone Hopenhayn es que mientras no se tome en serio la exclusión, la meritocracia quedará relegada a una condición de cuento de hadas que se narran a sí mismos los poderosos. Esto aviva la rabia que empuja a los que sobran hacia la violencia. El descontento y las respuestas violentas continuarán si se sigue celebrando que el PIB per cápita de Chile sea el segundo más alto de América Latina mientras se ignora el horror de una distribución masivamente desigual de la riqueza: el 1% de la población se queda con casi 30% de la riqueza y el índice Gini del país, un decepcionante 46.6, está por debajo del de países como Argentina, Bolivia, El Salvador y Uruguay.

La otra lección tiene que ver con la distancia que separa a lo social de la esfera de la representación política, lo que Hopenhayn presenta como la brecha entre lo político y la política. La violencia funciona como síntoma del aislamiento entre el mundo vivido de la gente y el de la clase política, y nos recuerda de la inconmensurabilidad que hay entre ambos en el imaginario de los manifestantes. También agrega que es un puente, pero no porque los acerque sino porque los pone en contacto de manera explosiva. Es como la consigna coreada por los manifestantes argentinos contra sus representantes durante el estallido social de diciembre de 2001, “Que se vayan todos, que no quede ni uno solo”. Si no hay respuestas que convenzan a los que sobran, especialmente en materia de igualdad y oportunidades, no habrá forma de convertir el puente del enfrentamiento en puente de confianza.

 

¿Quién dijo que todo está perdido?

Quiero cerrar estos comentarios tocando muy de paso un punto que Hopenhayn no aborda en su escrito, el de la posibilidad de cambio a pesar del abuso sufrido por la gente y de la violencia con la que respondieron. Para ello apelo a una canción en la que Fito Páez dice: “¿Quién dijo que todo está perdido? Yo vengo a ofrecer mi corazón”. La frase nos recuerda que hay momentos en los que la rabia puede ceder a la esperanza. Los mismos manifestantes que coreaban “Que se vayan todos” en 2001 lograron que el presidente Fernando de la Rúa renunciara a su cargo, pero dos años después fueron a las urnas para elegir un nuevo presidente en 2003. La tasa de participación fue del 78% de los inscritos. Esto revela la generosidad de los manifestantes de 2001; estuvieron dispuestos a correr un riesgo con la política representativa en el supuesto de que las cosas tal vez podrían cambiar para mejor. En Chile la gente votó en el plebiscito de 2020 a pesar de la brecha entre lo político y lo social y la desconfianza tan extendida hacia la clase política. Y votó masivamente por elegir directamente a los 155 convencionales constituyentes. Ofreció su corazón, primero en las manifestaciones y luego en las urnas.

La lección es clara. El “Que se vayan todos” o la violencia política de los jóvenes en Chile no es una simple pataleta de los inconformes, un hecho pasajero de gente enardecida que pronto se va a calmar. Son un grito de batalla de los que han sido estafados por la clase política, el mercado, las políticas educativas o simplemente “el sistema”. El hecho de que los insurgentes de la Plaza de la Dignidad hayan ido a votar es una señal de su generosidad con la esperanza de que las cosas cambien. Para que esto pueda ser un punto de partida para reparar las relaciones entre lo político y lo social, la clase política chilena tiene que estar a la altura de las circunstancias. En vez de repartir monedas debe ponerse a trabajar para reparar 30 años de injusticias.