La creciente automatización de nuestras sociedades y, en particular, de los procesos a través de los cuales se elaboran las decisiones administrativas no tiene por qué redundar inexorablemente en una mayor calidad de éstas, en una mejor satisfacción de los intereses públicos. El profesor Pardow hace bien en mostrarse escéptico al respecto.
Este cambio tecnológico puede mejorar sin duda la capacidad de las organizaciones administrativas de tomar decisiones acertadas –o, dicho de otra manera, de prevenir el riesgo de que cometan errores–, en tanto en cuanto permite tener en cuenta mayores volúmenes de información, reducir exponencialmente el coste de procesarla, detectar más fácilmente en qué grado determinadas variables están correlacionadas con ciertos resultados, incrementar la consistencia de las decisiones y aumentar la transparencia de los criterios empleados para adoptarlas: los algoritmos, a diferencia de las personas, no mienten, de momento.
La capacidad de los agentes públicos, no obstante, es sólo uno de los factores de los que depende lo convenientes que sus decisiones son para el conjunto de los ciudadanos. Sus preferencias también importan, y mucho. De poco sirve ser muy capaz de acertar si se carece de los incentivos necesarios para ello. El problema es que los intereses de los individuos a los que otorgamos formidables potestades y recursos públicos no tienen por qué coincidir y, de hecho, normalmente no coinciden con los intereses generales. Esta discordancia engendra el riesgo de que se utilicen esos medios de manera arbitraria o desviada, en perjuicio de la ciudadanía. La gran misión del Derecho público en general y del Derecho administrativo en particular es, precisamente, la de articular los mecanismos que minimicen la suma de los dos riesgos referidos: el de que las autoridades cometan errores y el de que incurran en desviaciones. Se trata de dos objetivos frecuentemente contrapuestos: hay medidas que mejoran la capacidad decisoria de la organización estatal pero que minan sus incentivos para producir decisiones socialmente óptimas, y viceversa.
La automatización de las decisiones públicas no necesariamente va a mejorar los incentivos de los agentes que de manera directa o indirecta participan en su elaboración. Existe, antes bien, un serio peligro de que ocurra justamente lo contrario, en la medida en que ese fenómeno está provocando que aparezcan en el escenario estatal tipos de expertos y de actuaciones sustancialmente distintos de aquellos para los que fueron específicamente diseñados los instrumentos de prevención de abusos y desviaciones que todavía venimos empleando. Urge por ello revisar y, en su caso, remozar la «tecnología jurídica de control» de las decisiones públicas, con el objeto de hacer frente a los retos que representa dicha automatización. Conviene examinar, especialmente, si y en qué términos, en el contexto de un sistema democrático, cabe seguir utilizando aquellos mecanismos de control con el objeto de minimizar los dos referidos riesgos. Cuando menos hay que repensar y muy probablemente reconfigurar: la participación de los interesados en los procesos de decisión automatizados; los procedimientos de selección de los expertos que han de intervenir en ellos; la predeterminación legal de los criterios algorítmicos utilizados para decidir; el procedimiento a través del cual se concretan dichos criterios; la revisión judicial de esos criterios y de las resoluciones dictadas en su aplicación; la transparencia de todos los elementos del proceso, etc.
En fin, los efectos y el valor de la automatización de los procesos decisorios en el ámbito público van a depender también de otros muchos factores, algunos de ellos exógenos, tales como, por ejemplo, el impacto que en el ámbito privado tendrá la revolución tecnológica que estamos considerando. Diego Pardow sugiere que “automatizar las decisiones administrativas [seguramente permitirá] hacer más rápido y eficiente al Estado, corrigiendo así su histórica desventaja frente a los mecanismos de mercado”. Sin embargo, no debe perderse de vista que las nuevas tecnologías informáticas también harán más rápidos y eficientes a los actores privados, eliminando muchos de los costes de transacción y las asimetrías informativas que, hasta hace bien poco, entorpecían sus interacciones y justificaban la intervención pública en incontables esferas de la vida social. Ya hemos podido ver, por ejemplo, como en muy poco tiempo las plataformas digitales de la llamada «economía colaborativa» han convertido en obsoleta, por prescindible, gran parte de la densa regulación a la que durante décadas han estado sometidas ciertas actividades económicas. No es ineluctable que nos aguarde un Leviatán todavía más omnipresente y poderoso. Lo único de lo que podemos estar razonablemente seguros es de que será diferente, y de que deberíamos revisar el papel y la configuración que conviene darle.