Comentario por:
Agustín Squella
Reacción al foro
¿Por qué aumenta la sensación de injusticia en Chile?
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¿Por qué aumenta la percepción de injusticia en Chile”, se pregunta Raimundo Frei a partir de “DESIGUALES. Orígenes, cambios y desafíos de la brecha social en Chile” (PNUD 2017), y lo primero que llama la atención es la palabra “sensación”, o, ya en el inicio del texto de Frei, el término “percepción”, lo cual permite advertir cómo las “sensaciones” y “percepciones” parecen haberse sobrepuesto y a veces hasta sustituido a la realidad. Por cierto que las percepciones de un fenómeno social cualquiera tienen importancia, mas no más importancia que el fenómeno mismo. En Chile, y seguro que también en otras partes del planeta, a cada instante se miden “percepciones” –por ejemplo, sobre delincuencia-, pero de pronto ellas parecen tener o tomar más relevancia que la delincuencia misma. Es de esa manera que los datos empíricos que sobre delincuencia pueda tener un país ceden su lugar a las percepciones acerca de ésta, que, claro, son siempre mucho más alarmantes que las dimensiones reales que el fenómeno de la delincuencia pueda tener en un lugar y momento dados. Un hecho que se refuerza con la proliferación de encuestas –hasta haber ya formado una auténtica industria de ellas-, y, lo que es peor, presentando como encuestas lo que muchas veces no pasan de ser sondeos de opinión o simples registro de estados de ánimo. ¿Encuesta acaso aquel que hace un centenar de llamados telefónicos y registra no opiniones sino el estado de ánimo que tiene en ese momento el que recibe la llamada? Ciertamente que no, pero hoy todo se presenta como si de encuestas se tratara y, como en el tango, “todo es igual, nada es mejor”.

El informe de 2017 del PNUD en Chile tiene una gran virtud. Valiéndose de una metodología confiable, verifica y describe con objetividad tanto los avances que ha hecho nuestro país en materia de lucha contra las desigualdades como las tareas pendientes que tiene en este sentido. Por su parte, el texto de Raimundo Frei, lúcidamente, da cuenta de cómo las percepciones sobre nuestras desigualdades no siempre están bien conectadas con la realidad del país. De partida, mientras en Chile ha disminuido la desigualdad de ingresos, ha aumentado el sentimiento de injusticia, y eso, claro está, porque los mayores incrementos de los ingresos se concentran en el sector más rico del país y porque buena parte de la población de este tiene un acceso insuficientemente garantizado a bienes básicos y necesarios para tener posibilidades de llevar un vida digna y autónoma. De allí que comentaristas complacientes del informe del PNUD se queden solo con la disminución de la desigualdad en materia de ingresos para continuar apoyando con interesado entusiasmo nuestro neoliberalismo criollo y las políticas económicas que este aconseja implementar.

Hablar de desigualdades, de cómo éstas aumentan, disminuyen o permanecen estacionarias, equivale a hablar acerca de cómo podríamos avanzar a una sociedad más igualitaria. El discurso igualitario, es decir, el discurso a favor de la igualdad, suele tomar la vía negativa y señalar que contra lo que se lucha es contra las desigualdades y no a favor de una mayor igualdad. Es lo mismo, dirá usted, pero el término “desigualdad” esconde un poco a la palabra “igualdad”. Esta última, nos guste o no, se ha vuelto para muchos una palabra intimidante, y eso debido a dos cosas: porque los ya fenecidos socialismos reales –que no fueron otra cosa que dictaduras comunistas- dijeron creer en la igualdad y, sin conseguirla, aplastaron las libertades; y porque el discurso neoliberal de nuestros días –otra vez interesadamente- opone “igualdad” a “diversidad”, en circunstancias de que el antónimo de “igualdad” no es ese, sino “desigualdad”. Cada vez que “igualdad” se opone a “diversidad”, el ideal igualitario pierde fuerza, porque ser cree que amenazaría a la rica e irrenunciable variedad y colorido de nuestras sociedades democráticas y abiertas. Es por eso –reitero- que la lucha por la igualdad se acostumbre presentar hoy como lucha contra las desigualdades y no a favor de aquella. Una vía negativa que tiene sus inconvenientes, desde luego, pero que suena mucho mejor que la que hasta hace pocos años presentábamos con la equívoca y blandísima palabra “equidad”.

A los que recelan del valor de la igualdad podríamos hacerles ver que los individuos de la especie humana, después de un extenso proceso civilizatorio que no siempre ha sido pacífico, hemos convenido en no pocas manifestaciones de ese valor: iguales en dignidad y en el derecho a obtener similar consideración y respeto, siendo tratados como fines y no como medios; pareja titularidad de todos en lo que dice relación con los llamados derechos fundamentales de la persona humana; igual capacidad para adquirir otros derechos; igualdad en la ley y ante la ley; e igual valor del voto sin importar quién lo emita.

Pero, como es evidente para cualquiera, no hemos llegado a ser iguales en las condiciones materiales de existencia, un ámbito en el que se debe imponer la lógica de la igualdad de todos en algo y no la de todos en todo. No todos comiendo pan con prohibición de que algunos coman torta, sino todos comiendo a lo menos pan, sin perjuicio de que algunos, o muchos, merced a su mejor educación y mayor trabajo y esfuerzo, puedan acceder a las tortas y a majares incluso más sofisticados, y donde “pan” no alude a ese delicioso alimento que se fabrica con harina, agua, sal y levadura –o no solo-, sino al hecho de tener acceso a bienes básicos de atención sanitaria, educación, vivienda y previsión oportuna y justa. Este es el terreno en que la lucha por la igualdad, o contra las desigualdades, se hace hoy más urgente, puesto que de quienes no tienen acceso a tales bienes no puede decirse que sean realmente libres. Por otra parte, y al hilo del texto de Raimundo Frei, tampoco se trata de que todos coman pan eternamente, puesto que resulta injusto que muchos de los que lo hacen permanezcan por varias generaciones en ese estado y sabiendo de las tortas solo porque las observan a través de las vidrieras de las pastelerías en las que unos pocos comen más de la cuenta.

Remitiéndome a lo que Frei llama “a modo de cierre”, en la parte final de su trabajo, la igual dignidad de todos resulta también lesionada cuando está por un lado la vida excesivamente dulce de pocos y al otro la pobre existencia de muchos.