En su interesante ensayo “Lo que el dinero sí puede comprar” Carlos Peña sugiere que la crítica a la sociedad de mercado que ha surgido en Chile en los últimos años es un poco ingenua y elitista. Esta crítica, según Peña, olvida que el mercado produce importantes bienes sociales. En particular, el mercado requiere y produce individuos libres y autónomos, que pueden intercambiar lo que quieran usando el dinero para comunicarse, sin necesidad de pedir permiso a nadie ni compartir su intimidad. La expansión del mercado a distintos ámbitos de la vida social, explica Peña, es una consecuencia natural del avance económico en Chile, que ha generado bienestar y acceso antes impensado a bienes de subsistencia y comodidad, así como también al consumo intenso en un afán de distinguirse.
Peña levanta una importante pregunta: Si nos molesta la expansión del mercado, ¿cuál es la alternativa? ¿Queremos volver a una “sociedad pastoril”, o basar la economía en la planificación estatal estricta? Ambas alternativas son implausibles. La expansión mercantil que le pone precio a todo y que enfatiza el consumo, sugiere Peña, es parte constitutiva de una sociedad más opulenta y más libre, y plantea nuevos desafíos para la integración social y el sentido de pertenencia comunitaria.
En mi opinión, la prevalencia y beneficios del mercado en el Chile contemporáneo no debieran llevarnos a aceptar incuestionadamente el nivel de expansión mercantil. En este sentido, la molestia de los ciudadanos chilenos con el mercado es legítima y valiosa. Las preguntas ciudadanas por si existen esferas que no debieran ser reguladas por el mercado, o si conviene ponerle límites a una sociedad que le pone precio a todo, presentan una oportunidad –a veces disruptiva y confusa—para pensar que tipo de sociedad queremos construir en la medida que los recursos económicos aumentan.
Para pensar en esta pregunta, usaré el libro de mi colega Debra Satz, filósofa política de la Universidad de Stanford. En su libro Por que Algunas Cosas no Deberían Estar en Venta, Satz usa el ejemplo del Titanic, que se hundió trágicamente luego de chocar con un iceberg en 1912. En el Titanic, los pasajeros tenían la opción de comprar boletos más baratos sin acceso a botes salvavidas o boletos más caros con acceso a salvavidas. La opción de pagar por salvavidas es una forma de libertad que produce el mercado, que permite a las personas elegir según sus preferencias individuales, tomando en cuenta sus recursos y la información que poseen. ¿Es la mercantilización de botes salvavidas legítima? Intuitivamente, es problemático el organizar el acceso a la sobrevivencia en caso de un accidente en base a una elección mercantil. Por otra parte, la libertad –mercantil y de cualquier tipo—implica necesariamente el riesgo de cometer errores terriblemente costosos.
¿Cómo podemos responder a la pregunta sobre la legitimidad de vender acceso a botes salvavidas en caso de una tragedia? ¿Y la de mercantilizar la educación, la salud, los lugares públicos, etc.? Satz propone 4 razones para pensar que algunas cosas no pueden estar a la venta.
La primera razón es la vulnerabilidad. La vulnerabilidad ocurre cuando las personas están tan desesperadas y necesitadas que aceptan cualquier término de intercambio, como cuando la miseria hace a alguien aceptar un trabajo extremadamente riesgoso, o vender un órgano.
La segunda razón es la agencia restringida, es decir, cuando la falta de conocimiento sobre las consecuencias de una decisión mercantil es tan profunda que la persona no puede tomar una decisión informada. Por ejemplo, alguien que toma un crédito bajo términos tan oscuros o complejos que es imposible entender sus consecuencias.
La tercera razón son mercados que tienen efectos extremadamente dañinos en la sociedad. Por ejemplo, si el acceso a la educación primaria, salud, e influencia política fueran totalmente mercantilizadas, algunos jóvenes no recibirían educación alguna y algunas personas no podrían recibir cuidados en caso de enfermedades y accidentes si no pudieran o quisieran pagar. Esto causaría una pérdida social enorme.
La cuarta razón son mercados con efectos extremadamente dañinos en los individuos, por ejemplo, la mercantilización del trabajo para niños, que resulta en una vida muy desaventajada en la adultez.
Estos principios orientadores sugieren que las sociedades pueden y deben poner límites al mercado, pero no indican qué decisiones tomar respecto de cada caso específico. Si bien en Chile y en muchos otros países existen ciertos consensos –por ejemplo, en el acceso universal a la educación primaria y secundaria y a los cuidados de salud, la prohibición del trabajo infantil—en la medida que las sociedades avanzan surgen nuevas preguntas sobre los límites del mercado. El debate y protestas recientes sobre el acceso mercantilizado a la educación superior en Chile, o el debate y decisiones legales sobre la influencia del dinero en la política en Estados Unidos, son ejemplos de controversias sociales basadas en estos principios. No hay una sola respuesta correcta a estas preguntas, y no hay forma de contestarlas sin controversias sociales. Las respuestas que elijamos en Chile incluyen consideraciones de eficiencia, justicia, y cohesión social y dependen, críticamente, de la sociedad que decidamos construir.