Comentario por:
Yanira Zuñiga
Reacción al foro
La cultura de la cancelación: más allá del todo o nada
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Deseo empezar estas líneas agradeciendo genuinamente a M. E. Orellana Benado, Daniel Chernilo, Carolina Tohá, John Charney y David D. Preiss sus reacciones a mis reflexiones sobre la cultura de la cancelación. Salvando los matices, énfasis y ángulos diversos, creo que tenemos un diagnóstico fundamental compartido: la complejidad, a menudo agobiante, de este tipo de fenómenos. Compartimos también nuestro compromiso con el pluralismo, entendida como una condición de supervivencia de la democracia. Pero, tenemos discrepancias también. Nada de ello es sorprendente. Como insinúa Orellana Benado, discutir las implicancias éticas y políticas de fenómenos tales como el que nos ocupa en este intercambio de ideas equivale a recorrer, desde veredas distintas, una encrucijada que ha ocupado buena parte de las cavilaciones del pensamiento moderno y contemporáneo.

Ya confesé en mi ensayo inicial sobre la cultura de la cancelación que mis reflexiones eran preliminares.  Lo siguen siendo. Sin embargo, los contrapuntos y críticas recibidos de parte de quienes me han honrado con sus comentarios a mi texto solo las han iluminado. De ellas, aquí solo destacaré algunas, probablemente las que se quedaron en mi retina después de un par de lecturas.

Comparto plenamente la sugerencia de Daniel Chernilo de que, por así decirlo, conviene avanzar en la construcción de una taxonomía de este fenómeno que permita diferenciar y clasificar las distintas prácticas que bajo esta etiqueta se entremezclan, poniéndolas en conexión con las demandas, estrategias y fines que persiguen grupos concretos.  Me parece que esta sugerencia corrobora mi intuición de que comprender el punto de vista de quienes utilizan y justifican estas prácticas tiene relevancia epistémica y favorece la delimitación conceptual del fenómeno analizado. Sin embargo, mantengo frente a esta propuesta un cierto escepticismo intuitivo sobre sus eventuales rendimientos normativos. Me atrevería a sostener, con el solo ánimo de trazar los contornos y potencialidades de un esfuerzo de este tipo que, dadas las características eminentemente contextuales y dinámicas de estas prácticas, la posibilidad de arribar a un grupo de criterios abstractos, más o menos compartidos, que permitan resolver ex ante el problema de la legitimidad o ilegitimidad de ellas es escasa.

Los puentes entre prácticas de la cancelación y violencia, que Tohá evoca acertadamente en su reacción, pueden servir para ilustrar mi punto. La indudable expansión y diversificación de las categorizaciones de las formas de violencia en el pensamiento contemporáneo no ha repercutido en la disminución de la disputa sobre sus usos instrumentales (al servicio de qué fines están cada una y cuáles de ellos son legítimos y cuáles no). Antes bien, el uso de la violencia como registro de acción política ha tendido a incrementarse por parte de los colectivos marginados al mismo tiempo que se abultan los estudios sobre ella. En suma, si las formas de violencia política y las prácticas de la cancelación se hermanan en algún punto—como intuyo — no son objetos de análisis que se puedan mirar de lejos, de manera contemplativa e incontaminada. Cuando los teorizamos se vuelven inevitablemente conceptos evaluativos, y difícilmente pueden independizarse de nuestras propias preferencias morales y políticas, ya sea que seamos conscientes o no de ellas.

Por consiguiente, me temo que la categorización de esas prácticas, incluso llevada a un refinado ejercicio de disección analítica, no impediría que podamos mirarlas siempre desde distintos ángulos, cognitivos, morales y políticos. Las reacciones a mi artículo ofrecen también ejemplos de esto último. Así, mientras Charney desliza la conveniencia de que las funas feministas (evocadas en mi texto inicial), sean consideradas una realización de la libertad de expresión y no un ataque o limitación de esta, Tohá alerta contra los peligros e impactos de las prácticas de cancelación que no solo buscan cohibir opiniones sino imputar hechos. Según Tohá, estas prácticas — en las que me parece que calzan bien las denuncias feministas de casos de violencia sexual a través de redes sociales — cierran “la posibilidad de que el acusado o acusada se defienda o presente su versión de los hechos”.

Como Charney, yo creo que cuando las mujeres denuncian hechos de violencia en redes sociales  ejercitan diversas libertades comunicativas (de expresión y de protesta) cuyos fines son variados: visibilizar las violencias de género, acompañar, empatizar y apoyar a las víctimas, elaborar una experiencia colectiva mediante significados compartidos, denunciar públicamente a instituciones y prácticas, prevenir la ocurrencia de violencias y alertar a potenciales víctimas ante perpetradores recurrentes, además de configurar formas de responsabilización social a través de la denuncia de hechos particulares. Pero, la forma en la que la mayoría de los tribunales chilenos han abordado estas prácticas, cuando son judicializadas mediante recursos de protección, se acerca más a la aproximación de Tohá. Los tribunales asumen regularmente que la ocurrencia de hechos de violencia sexual no puede ser difundida públicamente sino en el plano de una investigación oficial porque de otra manera se afecta la honra y el derecho a defensa de quien es aludido por esas imputaciones. De hecho, califican esas acciones como autotutela, es decir, una situación en las que alguien se hace justicia por su propia mano, sirviéndose de medios violentos y al margen del ejercicio de todo derecho fundamental.

Como se ve, en el abordaje judicial estas funas feministas la libertad de expresión ni siquiera es considerada como parte de la ecuación jurídica a resolver. Esta “omisión” me parece sumamente expresiva. Creo, de hecho, que la facilidad con que dicha libertad es borrada del mapa en los asuntos que conciernen a grupos en desventaja (los que lo son, en parte, porque su visión del mundo ha sido silenciada) es indicativa de que las protecciones de la libertad de expresión están desigualmente distribuidas entre los grupos. Si tengo razón, esto podría limitar severamente los rendimientos de una defensa jurídica de estas prácticas anclada solo en este derecho. Con todo, es un camino que vale la pena recorrer porque, después de todo, es el más afín a la defensa del pluralismo, entendido en términos convencionales.

Si bien estoy de acuerdo con Tohá cuando dice que no hay tribunal que pueda definir cuándo la cancelación es aceptable y cuándo no (asumiendo que se refiere a una solución judicial que zanje, definitiva y categóricamente, la disputa en torno a sus implicancias morales), me parece que su objeción no es robusta. Después de todo, no conozco a ningún tribunal que, respecto de este ni de ningún otro asunto de relevancia jurídica, tenga ese poder. Pero, descriptivamente hablando, es evidente que los tribunales están pronunciándose sobre estas controversias. Mi propuesta — creo que vale la pena aclararlo— se concentra en esta precisa dimensión del asunto: busca ofrecer una manera más adecuada, menos categórica y simplista, de abordar estas discusiones en el plano jurídico.

Pero eso no impide que ella pueda ser considerada, como destaca David Preiss, como un intento de contribuir a un debate razonado, que consciente de sus puntos ciegos (epistémicos y morales) defiende la necesidad de ser deferente con los puntos de vista alternativos, especialmente con los de los grupos desventajados.  Por consiguiente, suscribo completamente la necesidad que Preiss postula de trasladar ese debate a las universidades. Quienes tenemos el privilegio de contribuir a la formación de personas, tenemos también la responsabilidad de mostrar que la vida social no es un reino de perfección hecho a nuestra medida, sino un terreno construido sobre la base de mínimos comunes aceptables. Esos mínimos no se relacionan con nuestras expectativas y las protecciones sociales (las que pueden y deben irse ensanchando para proteger a las personas más vulnerables) sino con nuestras propias limitaciones como seres humanos.  Nuestras luces (intelecto y capacidad crítica) y sombras (falibilidad y contradicción) están ahí para recordamos que la entraña de nuestro sentido de justicia descansa no solo en nuestra razón sino, sobre todo, en la empatía y en nuestra común interdependencia.