El estimulante ensayo de Rodrigo Correa que se me ha pedido comentar, plantea un conjunto de ideas novedosas para abordar lo que él denomina “el desafío constitucional”, que es como ha titulado su texto. Alejándose de los lugares comunes que dominan las opiniones vertidas sobre el proceso constituyente que se ha abierto en Chile, el ensayo de Rodrigo Correa se sitúa en la carencia de legitimidad que padecen las instituciones representativas en el actual sistema político chileno, problema que a su juicio no depende enteramente de la nueva constitución aunque ésta podría ayudar a resolverlo. Rodrigo Correa nos convoca a pensar dónde se origina la falta de legitimidad institucional que padecemos y cuáles serían las condiciones necesarias para revertirla. Esta pregunta lo lleva a detenerse en los partidos políticos que deben portar la representación democrática. Sin ellos, se implantaría la democracia directa como modalidad de la política, “un callejón sin salida”, a su juicio, lo que comparto plenamente; ese callejón en Hispanoamérica se llama caudillismo populista autoritario, y ha traído consecuencias desastrosas allí donde se ha entronizado. Por tanto, Rodrigo Correa argumenta que para restablecer la legitimidad en la formación de la voluntad política es necesario contar con partidos fuertes, capaces, por una parte, de integrar los intereses individuales en un programa coherente y, por otra, de mediar entre los intereses de la ciudadanía y el ejercicio del poder, en forma bidireccional. El problema de Chile hoy, continúa, es la bajísima identificación de la ciudadanía con los partidos políticos que portan su representación. A partir de estas premisas, analiza el declive de la legitimidad institucional desde los años 90 y sugiere algunos diseños institucionales que aborden su solución.
En mi comentario propondré una mirada histórica como un aporte a la reflexión a la que nos ha convocado este ensayo.
Si bien es cierto que durante el siglo XX, no así en el XIX, la identificación de la ciudadanía con los partidos políticos tuvo etapas críticas, expresada tanto en elecciones presidenciales como en fragmentación partidista, no obstante, no es exagerado afirmar que nunca se llegó a los actuales niveles de deslegitimación de los partidos políticos en cuanto instituciones portadoras de la representación ciudadana. Ello es particularmente grave dado que la solidez de las instituciones políticas chilenas, desde el siglo XIX, se lo debemos no al presidencialismo autoritario o portaliano como asegura Alberto Edwards, sino, a mi juicio, al arraigo ciudadano de los partidos políticos. Familias completas, a lo largo de Chile, generación tras generación, desde mediados del siglo XIX, definían su identidad política en función de su cercanía partidista, y así las había conservadoras, liberales o radicales; en los partidos de izquierda, nacidos a principios del siglo XX, se siguió el mismo padrón identitario. Hacia 1970, la identificación partidista mostraba una fuerte vitalidad.
El texto de Rodrigo Correa que estamos comentando nos lleva a preguntarnos si acaso hubo instituciones, normas legales o constitucionales, que favorecieron este arraigo partidista decimonónico. En parte sí, aunque hay que reconocer en primer lugar que en el siglo XIX estamos ante partidos muy doctrinarios, definidos por la tensión de las relaciones entre la Iglesia y el Estado, y a la vez flexibles en la negociación y en el acuerdo cuando se trata de problemas situados en los otros ejes de la divergencia política. Por otra parte, el sistema electoral, diseñado por estos mismos partidos desde el Congreso Nacional, forzó su arraigo hasta en las localidades más remotas del país. Estoy pensando, particularmente, en el voto acumulativo (cada elector tiene tantos votos como candidatos a elegir), que rigió para elecciones de diputados desde 1874, y para toda elección desde 1890. Este sistema obligaba a cada partido a hacer cálculos muy finos para poder elegir al máximo de sus candidatos, y a la vez le exigía tener agentes partidistas muy activos y leales en cada localidad, capaces de distribuir adecuadamente los votos de sus partidarios entre los diversos candidatos de su lista. Fueron estos partidos los que dieron paso a un régimen parlamentario sui-generis, en el cual las alianzas fluctuaban teniendo por eje siempre al Partido Liberal; las políticas públicas tuvieron una continuidad notable, incluidas las relaciones exteriores así como las decisiones de inversión pública de la riqueza del salitre.
En la elección presidencial de 1920, con la movilización popular de Alessandri en torno a su persona y al margen de los partidos, se hace trizas el sistema electoral tal como se le conocía. Una profunda crisis política terminó con el régimen parlamentario y se implantó el presidencialismo bajo la Constitución de 1925, la que fue impuesta por Arturo Alessandri, quien contó para ello con el apoyo del Ejército. En la Constitución de 1925 se suprimió el voto acumulativo en las elecciones; la separación de la Iglesia y el Estado estipulada, debilitó la identidad de los partidos decimonónicos; y el fuerte presidencialismo en ella consagrado restó poder al Congreso Nacional. No obstante, los partidos, especialmente el Partido Radical en los años 40, no perdieron esa capacidad mediadora entre la ciudadanía y el ejercicio del poder de la que habla en su ensayo Rodrigo Correa. Por otra parte, el carácter identitario que habían tenido los partidos decimonónicos, lo recuperaron los nuevos partidos del siglo XX cuando comienzan a prevalecer las ideologías y lo que Mario Góngora llamó los proyectos excluyentes. Hay que considerar también que bajo la Constitución de 1925, se perfeccionó el sistema electoral, por de pronto, con la creación del Tribunal Calificador de Elecciones y luego con la cédula única, y se amplió el sufragio constantemente incorporándose las mujeres a mediados del siglo y los analfabetos al final del período (1970).
A pesar de las muchas críticas que se han hecho a la Constitución de 1925, tanto en sus orígenes como después de su colapso en 1973, es indiscutible que en materia electoral, tanto las disposiciones de la Constitución original como las subsecuentes reformas y las leyes que la complementaron, contribuyeron a legitimar la democracia representativa y a los partidos políticos como canales de representación y, siguiendo a Rodrigo Correa, como vehículos de mediación bidireccional entre la ciudadanía y el ejercicio del poder. En esta etapa de la política chilena el sistema de partidos es multipartidista, con una enorme fluidez en las alianzas durante los años 40; y posteriormente, con dos centros, uno de ellos, el Partido Radical, tendiente a continuar haciendo de puente entre una diversa gama de partidos, mientras el centro demócratacristiano aspira a convertirse en partido hegemónico, representativo de la totalidad del pueblo, tensionando al resto de los partidos que, en un proceso de radicalización, buscarán profundizar su identificación identitaria con la ciudadanía para neutralizar el peligro de extinción anunciado. Sin partido eje para asegurar las alianzas, el sistema de partidos se polariza y los partidos se radicalizan, al punto de hacer colapsar al sistema político representativo.
La dictadura militar golpeó duramente a los partidos políticos. Sin embargo, éstos no perdieron su vitalidad ni su identificación con la ciudadanía, y reaparecieron con fuerza en el plebiscito de 1989, y en las elecciones parlamentarias de 1990. Incluso los partidos de la derecha, completamente nuevos en el escenario político, lograron una alta votación en dichas elecciones parlamentarias.
La Concertación de Partidos por la Democracia, que asume el gobierno con Patricio Aylwin en 1990, toma decisiones que tendrán un impacto político de larga duración y que están en la raíz, a mi juicio, de la deslegitimación institucional que padecemos hoy en Chile.
Se prefirió no modificar la Constitución en el sentido de fortalecer el Congreso Nacional y restar poder al Ejecutivo, aunque había consenso entre cientistas políticos y dirigentes de una amplia gama de partidos, de avanzar en ese sentido. Ya en poder del Ejecutivo, y por otra parte, con senadores designados y Pinochet en la Comandancia en Jefe del Ejército, pareció inadecuado debilitar la Presidencia de la República. El proceso político se visualizó como una prueba de fuerzas entre la figura del Presidente y la del Comandante del Ejército, junto a un creciente entendimiento de las fuerzas políticas en torno al modelo de crecimiento económico, las políticas sociales y la apertura al exterior. No obstante, la falta de poder político del Congreso Nacional impactó en el quehacer parlamentario en un sentido negativo, encapsulando a los congresistas en su impenetrable edificio cercado en Valparaíso.
Peor aún fueron los efectos del sistema electoral binominal. Más allá aún de la distribución de los escaños, el sistema binominal significó que los candidatos electos al Congreso Nacional fueran de hecho definidos por las cúpulas de los partidos, debilitando completamente la relación entre los parlamentarios y su electorado, anulando su capacidad de representarlo y de realizar la mediación bidireccional que nos plantea Rodrigo Correa en su ensayo. Incluso se llegó al punto que hubo una elección senatorial en la cual los dos bloques en competencia acordaron presentar sólo un candidato cada uno, asegurando de este modo la elección de antemano. Así fue que el sistema binominal le acomodó a las dirigencias partidistas, que calcularon que las fortalecía sin percibir cuánto se iban alejando de la ciudadanía que debían representar, y cuánto ello debilitaba a los partidos y al Congreso Nacional llegando a perder su legitimidad representativa en el sentir ciudadano. El problema se agravó cuando con las reformas de 2005, se introduce la posibilidad de que un parlamentario renuncie para aceptar un cargo en el gabinete y que sea reemplazado por la dirigencia del partido al que pertenece. Es decir, se terminaba con los senadores designados, y se introducía subrepticiamente la figura del parlamentario designado, debilitando así en vez de fortalecer, a los partidos políticos y al Congreso Nacional.
La supresión del binominal en 2015, y su reemplazo por un sistema proporcional laxo, permitió elegir parlamentarios con menos del 5% de los sufragios. La consecuencia ha sido un mayor desprestigio del Congreso Nacional. Como bien dice Rodrigo Correa en su ensayo, una cosa es la representatividad en el Congreso y otra es la representatividad del Congreso.
Hay que velar por la representatividad del Congreso Nacional, asegurar que el sistema electoral permita consolidar una pluralidad de partidos políticos capaces de representar a la ciudadanía en sus diversas expresiones, capaces de mediar entre ésta y el poder, y de ejercer con responsabilidad su tarea de gobernar. Eso ha sido posible en la experiencia histórica chilena. Hay motivos para confiar que pueda volver a serlo.