“El entreverado estilo incesante de la realidad, con su puntuación de ironías, de sorpresas, de previsiones extrañas como las sorpresas, solo es recuperable por la novela, intempestiva aquí”
JL Borges. Palermo de Buenos Aires. 1930.
¿Cómo se apreciará en el futuro el debate constitucional en el que estamos insertos? ¿Podrán decir que esta generación estuvo a la altura del desafío que tenía entre manos? Imposible saberlo con certeza; lo único cierto por el momento es que para aventurar una respuesta debemos examinar primero el problema que nos tiene sumidos en la obscuridad e intentar encontrar la luz. Solo cuando hayamos recorrido un buen trecho, sabremos si era el destino correcto.
Hoy.
Una forma de buscar luz es leyendo textos sugerentes como el de Rodrigo Correa. Inicia su reflexión planteando que las causas de la crisis están dadas principalmente por las condiciones de legitimidad sobre las que se construye el sistema democrático. Hoy esas condiciones se fundan en una intensa validación social del interés individual cuestión que ha erosionado los antiguos mecanismos de equilibrio de las preferencias individuales con las colectivas (ej. la opinión pública “orientada a la generalidad” y los partidos políticos). La Constitución, nos dice, solo puede ser un camino de salida si logra reconstruir las instituciones mediadoras. Y ahí está el gran desafío de la discusión que viene.
Afortunadamente, el diagnóstico que construye se aleja, y en ocasiones cuestiona, los lugares comunes que han dominado el reclamo por una nueva Constitución. Al preguntar, hasta antes del 18-O, por qué sería necesario un cambio constitucional, las respuestas tradicionales siempre fueron, a mi juicio, muy poco convincentes. Algunos sostenían que el vicio era su origen en dictadura; otros cuestionaron el contenido de sus normas; y muchos veían en el cambio constitucional la forma de llevar al altar sacrificial a la transición y al neoliberalismo que, nos dicen, la marcó a fuego. Nada de esto termina por convencerme. Como “cuerpos vivos” que son, las constituciones van ganando o perdiendo legitimidad con independencia de su origen (Ginsburg 2014). Por eso la nuestra ganó enorme legitimidad entre 1989 y el 2005, para perderla poco después de esa fecha por razones distintas de su origen. Respecto al contenido, éste está lejos de ser perfecto pero no debiera costar mucho que reconozcamos que no hay nada tan profundamente arraigado en las normas constitucionales que exijan un cambio global (Cfr. Sierra 2016). Y, en fin, el juicio a la transición y la emancipación de ese supuesto neoliberalismo solo es una cuestión artificialmente constitucionalizada.
Después del 18-O todo cambió. La política, amenazada como nunca en las últimas tres décadas, apostó a que la salida de la crisis debía ser política. Y, con la premura que imponen las circunstancias, la única carta que se encontraba sobre la mesa era la constitucional. En esto, la política no innovó y siguió un camino conocido en Chile y el mundo: una herramienta para intentar salir de las crisis ha sido siempre el cambio constitucional (Elster, 1995).
Si eso fue o no un acierto solo lo sabremos al final. Claro, eran tiempos -no tan lejanos- donde decir Estado de Derecho y Constitución todavía tenía algún valor; dónde nunca se habría tolerado que la máxima autoridad de la Cámara de Diputados o del Senado reconocieran olímpicamente su desafección por el derecho. Hoy todo parece trastocado y el espíritu de unidad, que dio un respiro esa madrugada del 15 de noviembre, rápidamente se lo llevó el viento huracanado de acusaciones constitucionales y sacrilegios liderados por un extremismo adormecedor.
Pero eso es presente… Volvamos a las tesis de futuro que nos propone Rodrigo Correa.
El desafío.
¿Cuál es el desafío constitucional que tenemos por delante? ¿Será acaso redactar un nuevo capítulo de Bases de la Institucionalidad que contemple la cláusula de Estado social? ¿O un catálogo de derechos más denso y cargado de acciones judiciales? ¿O un Tribunal Constitucional con más o menos atribuciones?
Nada de eso; el desafío parece estar en la política y sus prácticas que, como insiste R. Correa, no necesariamente son efecto directo de la Constitución. Digámoslo de otra forma: lo que está en crisis es la forma de hacer política y ella depende tanto de reglas escritas como de muchas no escritas que guían el actuar de los políticos. El liderazgo, la amistad cívica, los acuerdos, la importancia de la responsabilidad y el cumplimiento del deber, la misión y el servicio y tantas otras máximas que, con altos y bajos, han guiado la política, hoy parecen encontrarse en su nivel más bajo. No por nada se ha hecho común escuchar que este es el peor Congreso desde 1990.
¿Cómo retomar una política sana? Al texto le subyace en todo momento esta pregunta. Va y viene; coquetea con ella; y al final plantea ideas sobre dos temas íntimamente vinculados con la política: el sistema electoral y el régimen de gobierno. Sobre esto caben algunas reflexiones.
Respecto al primero, sería un error ignorar que el deterioro actual de la política se debe, en alguna importante proporción, al nuevo sistema electoral. A mi juicio, las reglas electorales aplicadas por primera vez para dar vida a este Congreso (ninguna de las cuales está en la Constitución) han terminado de aplastar la dignidad legislativa, ya dañada en el pasado. Un caso, algo anecdótico, puede servir para ejemplificarlo: dos de los integrantes de la Cámara de Diputados que mayormente han contribuido a su farandulización fueron, con el sistema anterior, candidatos derrotados. Es justo preguntarse si la llegada de la diputada y del diputado en cuestión, gracias a las nuevas reglas electorales, han legitimado la deliberación legislativa o, por el contrario, han terminado por hundirla. No se trata de resucitar el binominal; sí se trata en cambio de reconocer que el sistema electoral vigente ha profundizado el problema y ocuparse de aquello.
En cuanto al régimen de gobierno, se ha extendido en demasía la confianza en éste como mecanismo para sanear la política. Este vicio es cada día más común en Chile donde el semipresidencialismo no solo es la moda, sino que también el remedio a los vicios de la política. No cabe duda que la discusión sobre régimen de gobierno es importante, pero a mi juicio no es determinante para sanear la política. Creo que conviene avanzar hacia formas de presidencialismo de coalición sin caer en la tentación semipresidencial (Chaisty et al. 2018). Esta última diluye el poder y traslada el conflicto al interior del Ejecutivo: dos caminos que no deben recorrerse en épocas en que se necesitan ejecutivos poderosos (Posner y Vermeule 2011). Por lo demás, es contraintuitivo intentar sanear la política entregándole más poder a quienes hoy se han obstinado en degradarla. Pero por más vital que sea la discusión del régimen de gobierno, no habrá ninguno que sobreviva a esta política.
Visto así, todo indica que el problema actual no está radicado en las reglas constitucionales sino que en la cultura política que habita en el Congreso y contamina el ejercicio del poder presidencial. Siempre me ha sorprendido la cultura política que se generó a partir del mismo 11 de marzo de 1990. Teniendo entonces muchas más razones que hoy para actuar atado a la lógica “amigo-enemigo”, las relaciones se conformaron sobre la base de una cierta amistad cívica. Sea por convicción genuina, sea por temor o sea por la conciencia de estar cumpliendo un deber que trascendía la historia personal, en un mismo hemiciclo convivieron y deliberaron quienes durante 16 años estaban en el bando de los que perseguían o eran perseguidos (Cavallo 2017).
Hoy la convivencia política desprecia los acuerdos y alaba la polarización, vive en el ensueño amigo-enemigo. Nada de eso es constitucional, nada de eso cambiará con una nueva constitución si no hay un cambio en las convicciones democráticas y en la forma que convivimos. Ese es el desafío constitucional entonces, que solo es constitucional en cuanto es político y no primeramente jurídico. Y es político porque, al decir de Arendt, versa sobre definir cómo coexistimos siendo diferentes (Arendt 2005).
¿Por qué cambiaron entonces su Constitución?, preguntará alguna generación en el futuro. ¿Por qué invirtieron tanto esfuerzo en modificar principios y reglas si teníamos demasiados indicios que mostraban que el principal problema no estaba en las normas constitucionales?
Creo que hoy esa pregunta tiene dos respuestas posibles. Una, la optimista, es que lo hicimos porque confiamos en que quienes deliberarán en torno a la futura constitución serán capaces de construir una cultura política nueva, más responsable y colectiva, menos polarizada, que inunde nuevamente de dignidad a la política y al servicio. Si eso ocurre, si la Convención construye confianzas y sana el odio y el desprecio de los que añoran la refundación, habrá valido la pena. La segunda respuesta posible es la que nos regala Borges con la cita que inicia estas líneas: hicimos todo esto porque quisimos redimir la realidad escribiendo una novela… y esa novela se llama “nueva constitución”. Será ella la que, supuestamente, advertirá las sorpresas, resolverá las ironías y desatará nuestros problemas. Lástima que Borges termine su oración afirmando lo intempestivo de hacerlo.
Referencias
ARENDT, HANNAH. 2005. The Promise of Politics. Schocken Books, New York.
CAVALLO, ASCANIO. 2017. Los Hombres de la Transición. Uqbar Editores.
CHAISTY, PAUL; CHEESEMAN, NIC; POWER, TIMOTHY. 2018. Coalitional Presidentialism in Comparative Perspective. Minority presidents in multiparty systems. Oxford Studies in Democratization. Oxford University Press.
ELSTER, JON. 1995. Forces and mechanisms in the constitution-making process. Duke Law Journal 45.
GINSBURG, TOM. 2014. ¿Fruto de la parra envenenada? Algunas observaciones comparadas sobre la Constitución chilena. Estudios Públicos 133.
POSNER, ERIC Y VERMEULE, ADRIAN. 2011. The Executive Unbound. After the Madisonian Republic. Oxford University Press.
SIERRA, LUCAS (editor). 2016. Propuestas Constitucionales. La academia y el cambio constitucional en Chile. Centro de Estudios Públicos.