En su entretenido ensayo What Money Can´t Buy. The Moral Limits of Market (Sandel, 2012) Michael Sandel sugiere que el dinero envilece ciertas partes de la experiencia humana de las que, por razones morales, sería mejor apartarlo. Junto con proveer algunos ejemplos de aquellas experiencias que quedarían desprovistas de sentido si el dinero las tocara (la generosidad del donante de órganos, el esfuerzo de esperar en la fila al artista que valoramos, la gratuidad de la experiencia de leer, ninguna de las cuales, dicho sea de paso, a pesar de los esfuerzos retóricos del autor, parecen arrastrar consigo a la condición humana) Sandel afirma que esa extensión del dinero a todos los ámbitos de la vida acaba corrompiendo la vida pública, transformándolo todo en una extensión del mercado y dejando, así, al individuo, indefenso y desprovisto de ideales compartidos. Una posición similar -aunque sin esgrimir límites morales— se encuentra en la obra de W. Streeck How Will Capitalism End? (Streek, 2016). Streeck arguye que el consumo es una forma de socialización. El capitalismo post fordista (que abandonó la provisión de bienes estandarizados introduciendo diversidad incluso en la provisión de servicios públicos) habría estimulado el consumo como un comportamiento autorreferido, ensimismado, que deteriora el diálogo que es propio del espacio público.
Tanto Sandel como Streeck, cada uno a su modo, reiteran una de las primeras críticas a la modernidad, la de Rousseau (Cfr. Starobinski, 1971: 37), quien dijo que el dinero y el consumo desplazaban el sano amor de si y lo sustituían por el amor propio, una forma de egoísmo equivalente a lo que autores posteriores, Marx entre ellos, quien leyó a Rousseau con fruición durante su luna de miel, van a llamar alienación (Cfr. Berger y Pullberg, 1966).
¿Será verdad que la expansión del mercado y el dinero ensucia partes de la experiencia humana y deteriora las bases del diálogo público y que al estimularlos la sociedad chilena está despojando a sus miembros de una parte de su verdadera condición?
La pregunta es muy relevante en el Chile contemporáneo donde, junto con el incremento del bienestar material que la modernización capitalista ha provisto, se expande, con pareja intensidad, la idea que el mercado y su combustible, el lucro, están estropeando la vida común. En efecto, al lado de las críticas normativas a la modernización capitalista (que ponen el acento en la desigualdad((La igualdad que se reclama suele ser una igualdad específica y no genérica, puesto que esta última, como sugirió Tobin, puede resolverse de una forma que no deteriora el mercado. Por supuesto -pero no es el tema de este ensayo- hay bienes que sólo pueden distribuirse mediante criterios de igualdad específica (Tobin, 1970).))) han aparecido otro tipo de críticas, que son las que aquí se evalúan, que apuntan a una deficiencia, por llamarla así, antropológica de la modernización: ella, al expandir el mercado y el dinero como forma de interacción, rebajaría la condición humana, estropearía experiencias importantes, rebajándolas a simples a simples “bienes de consumo”, bienes que desplazarían a otras experiencias más acordes con la correcta vocación humana, llamada a algo, es de suponer, más pastoril y dialogante que el mercado capitalista.
Al escuchar esas críticas que se enuncian hoy con el entusiasmo de quien revela una verdad largo tiempo escondida, es imposible no recordar la expresión “sociedad de mercado” que popularizó Karl Polanyi cuando, en The Great Transformation (Polanyi, 1944), afirmó que la utopía del mercado autorregulado, que transformaba la tierra y el trabajo en mercancías, estaba a la base del fascismo. La comodificación de la vida habría hecho aparecer una sociedad de mercado, dijo Polanyi, sobre la que se erigió el fascismo que ahogó la libertad. La obra de Polanyi se publicó el mismo año que The Road to Serfdom (Hayek, 1944) donde Hayek afirma que el problema es al revés, que sofocar la interacción espontánea del mercado es la que va a socavar las bases de la libertad. Para este autor, como para su maestro Carl Menger, la libertad requiere que las personas puedan cooperar entre sí sin rendir sus fines propios, algo que el mercado, la catalaxia como preferirá llamarla, hace posible.
El debate entre Polanyi y Hayek -ambos pertenecieron a la cultura austrohúngara– continúa, de algún modo el debate entre Spencer y Durkheim que se reproduce hoy, casi siempre de oídas, en las críticas al neoliberalismo. Como se sabe, Spencer y Durkheim discutieron acerca de lo que hacía posible el orden social. El primero sostuvo que era el intercambio (Spencer, 165 y ss); el segundo, en cambio, afirmó que el intercambio reposaba sobre reglas no contractuales a las que identificó como un elemento moral (Durkheim, 2001; Lockwood 2000: 7). Pero uno y otro observaron que la sociedad moderna era un fenómeno fiduciario, uno de cuyos símbolos era el dinero.
Una revisión de la literatura indica, en efecto, que muchas dimensiones de la experiencia moderna que juzgamos muy valiosas, la libertad entre ellas, sin el dinero seguirían refugiadas en la novela o en la imaginación política sin nunca haber salido totalmente a la luz. Y es que si bien es verdad que hay algunas pocas cosas que el dinero no puede comprar, son muchísimas más las que, como enseña la literatura, hace posibles y que Sandel inexplicablemente olvida.
¿Cuáles son aquellas cosas que el dinero -o más ampliamente el mercado, el intercambio generalizado mediante el sistema de precios– hace posibles? Repasarlas ayuda a inmunizarse contra los entusiasmos algo ingenuos de quienes piensan que al aventar el mercado, la vida sería mejor.
La libertad subjetiva
Desde luego, y como lo sugiere G. Simmel (a quien no por casualidad se le ha llamado el sociólogo de la modernidad) el intercambio mediado por el dinero y generalizado por casi todos los intersticios de la vida social, crea un ámbito de soledad subjetiva, un espacio al margen de la cooperación social, que es el que hace posible lo que modernamente llamamos libertad. Mientras en la economía tradicional, explica, hay una estrecha relación entre la personalidad y las relaciones materiales de intercambio, ello no ocurre cuando se interpone el dinero “ese objeto sin cualidades” al que Marx llamó alguna vez una “alcahueta universal” (Marx, 2000: 118). El dinero objetiva las cosas y al hacerlo separa a la personalidad del mundo circundante creando entonces un ámbito que, al estar sólo a discreción del individuo, es la base de la intimidad, del yo idiosincrásico que es el supuesto de la libertad (Simmel, 1991: 18,19; 1977: 357). Pero si, por el contrario, para cooperar entre sí los individuos estuvieran obligados a compartir su mundo de la vida, su identidad y su experiencia, como ocurre en una sociedad segmentada, entonces carecerían de esa esfera de intimidad, de ese yo nada más que suyo, y hasta sus sueños serían puramente arquetípicos, carentes de esa idiosincrasia, de esa imaginación que retrata la novela moderna y que es la base de la libertad.
El punto de vista de Simmel asoma, en algún sentido, en la obra de Hayek. Como es sabido, Hayek critica la economía neoclásica porque, en su opinión, el verdadero enigma de las ciencias sociales es dilucidar cómo a pesar de nuestra ignorancia y no contar con información completa, se produce el equilibrio. La respuesta de Hayek (vid, Hayek, 1945) es que el sistema de precios permite que los sujetos, careciendo de información acerca de las preferencias de los demás, puedan no obstante interactuar entre sí alcanzado el equilibrio. La ignorancia sería para Hayek la base de la libertad. No deja de ser sintomático que una idea semejante se encuentre en Rawls (con su idea de veil of ignorance, 1971) y en Dworkin (Dworkin, 2002).
El intercambio y la cultura evolucionan, así, en niveles cada vez más abstractos hasta que el mundo y la vida social se comprenden como un conjunto de procesos o procedimientos más que de entidades (a esto Weber llama racionalización formal). El proceso, sin embargo, es ambivalente: junto a la creciente abstracción que permite la subjetividad moderna, la división del trabajo produce una especificidad cada vez mayor de cosas y de bienes de manera que el sujeto, al mismo tiempo que se libera gracias a la abstracción, se extravía en la multiplicidad de cosas (y estimula eso que la psicología llama «disonancia cognitiva»). Al igual como lo había explicado Durkheim, la modernidad con su extrema división del trabajo favorece la individualidad; pero al mismo tiempo, arriesga la anomia.
La ambivalencia de la libertad que el mercado hace posible, es lo que la literatura sociológica explora bajo la forma de individualización.
El sujeto se libera de diversas formas adscriptas y la cultura lo invita a auto editarse, a elegirse a si mismo. La experiencia –en un mundo donde las referencias firmes como el barrio, la iglesia, y otras agencias de lo que solía llamarse socialización, se debilitan– hace a la vida más ligera, pero, a la vez, es la semilla del desasosiego contemporáneo y la búsqueda de experiencias cohesivas, carnavalescas (¿no hay algo de eso en la índole performativa de las protestas estudiantiles?) que, siquiera por momentos, reestablezcan una unidad perdida.
El desanclaje de las relaciones sociales
Antes que el mercado se expandiera —y se convirtiera en el paradigma de las relaciones sociales— el consumo de los bienes estaba regulado en relación al estatus, al lugar que, en la »gran cadena del ser» (la expresión es de A. Lovejoy) le correspondía a cada uno. Para asomarse a este fenómeno de sujetar el consumo —de poner cosas fuera del alcance del dinero— nada mejor que examinar el caso de las leyes suntuarias.
Las leyes suntuarias representaron el esfuerzo por disciplinar el consumo distinguiendo entre necesidades y deseos, una distinción que el mercado anula. Las leyes suntuarias eran leyes que enumeraban y disponían coactivamente, y echando mano a razones morales, qué cosas el dinero no podía comprar, la divisa que hoy populariza Sandel. Cómo vestirse, cuántos comensales invitar a la mesa, qué adornos llevar, eran cosas que esas leyes disciplinaban en atención al lugar que correspondía a cada uno en la escala invisible del prestigio y el poder. Como muestra la literatura, se trataba de reglas que tenían por función evitar que el orden social se trastocara y sus raíces más tempranas se encuentran en Roma, el pueblo más político de cuántos han existido, llegando hasta el siglo XVII inglés (vid. Hunt, 1996).
Desde el siglo xiv al xvii, para mencionar una época cercana a la modernidad, se creyó que el comercio y el mercado tenían como límite moral al estatus: la posición social era una de esas cosas que el dinero no podía comprar. La expansión del mercado, como lo advirtió Marx, permite la competencia por el estatus y desancla las relaciones sociales. Como se observa, la línea que divide las cosas que el dinero puede comprar y las que no, ha cambiado en el curso de la historia para bien. Alguna vez el tipo de ropa que se iba a usar o los alimentos a consumir no se podían comprar libremente, tampoco el trabajo o la tierra. Todo hasta que el «molino satánico» —como llamó Polanyi al mercado autorregulado— los transformó en mercancía (Polanyi, 35).
Uno de quienes advirtió in situ este fenómeno, fue Tocqueville. Al examinar cómo modifica la democracia las relaciones entre el señor y el criado —uno de los capítulos más significativos de La democracia en América—, observa que la democracia no impide que existan esas dos clases de hombres, pero cambia su carácter y modifica sus relaciones. En la sociedad moderna, observó Tocqueville, el criado y el señor están ligados nada más que por un contrato, no hay entre ellos una desigualdad natural:
En vano la riqueza o la pobreza, el mando o la obediencia, distancian accidentalmente a los hombres; la opinión pública […] los aproxima a un nivel común y crea entre ellos una especie de igualdad imaginaria, a pesar de la desigualdad real de sus condiciones sociales (Tocqueville, 1888: III, 3, v).
Lo que Tocqueville observa (y lo mismo hace Henry Maine en sus estudios sobre derecho antiguo o Durkheim en su análisis de la división del trabajo) es que el mercado y el contrato desanclan las posiciones sociales, las secularizan, las vuelven profanas y al menos simbólicamente las transforman en bienes de consumo.
Hay aquí, por supuesto, un significado de la expresión “bien de consumo” que la desprovee de connotación negativa. Alguna vez, para dar un ejemplo contemporáneo, los títulos universitarios en Chile (a los que en su mayoría se accedía mediante el cansino ritmo de la herencia familiar) fueron verdaderos sucedáneos de títulos de nobleza. Al transformarse en bienes de consumo se desanclan del origen; el revés de ello es que pierden también el aura de nobleza que los acompañaba. Quizá hay aquí un motivo del malestar juvenil: los sectores históricamente excluidos esperaban encontrar en esos títulos el aura que el consumo masivo, el molino satánico del mercado, hizo añicos.
La moralidad del mercado
Pero si el mercado y la economía dineraria crean las condiciones para la subjetividad moderna y desanclan, como acabamos de ver, las relaciones sociales, también expresan, y descansan sobre importantes ideales de moralidad. Y es que el mercado no solo posee límites morales (que es la dimensión que subraya Sandel), él es también expresión de importantes ideales morales y tiene además ciertos supuestos, también morales, sobre los que reposa.
El más importante de esos ideales, es el ideal de autonomía. Si bien se trata de un ideal que es posible encontrar en la literatura antigua, es en la modernidad donde se vuelve socialmente eficaz y fuente de legitimidad del orden. Y es que en la modernidad la fuente de toda legitimidad son las creencias y preferencias que los individuos, al forjar su vida, han ido discerniendo para sí. Las instituciones poseen en general mayor legitimidad en la medida que logran expresar mejor esas preferencias y deseos que los individuos han forjado para sus propias vidas. Y de todas las instituciones sociales conocidas, no cabe duda que el mercado es la que mejor realiza ese ideal de reflejar lo más fidedignamente posible las preferencias de las personas cualesquiera ellas sean. El mercado no posee una idea antecedente de virtud o de vida buena que promover (aunque subyace en él la idea de que la mejor vida es la vivida autónomamente) sino que él se orienta por las preferencias, deseos y anhelos de las personas sin someterlos a control ni dirección moral alguna. De ahí que los precios en un mercado no reflejen el valor intrínseco de las cosas, sino que se trata nada más que de un índice acerca de cuáles son, y qué tan intensas, las preferencias de la gente.
En la historia de las ideas, el peso de las preferencias está acompañado por el peso que el consumo, según la economía neoclásica, adquiere en la comprensión de la vida social. Poco después que Marx publicara el tomo I de El Capital , Alfred Marshall, dijo que:
Esto nos lleva a observar, con Senior, que por fuerte que sea el deseo de tener cosas distintas, él resulta débil comparado con el deseo de distinción, sentimiento que puede considerarse como la más poderosa de las pasiones humanas si se tiene en cuenta su universalidad, su constancia y el hecho que afecta a todos los hombres y a todas las épocas, que viene acompañándonos desde la cuna a la tumba… (Marshall, 1997: 87; Cfr. Senior, 1851)
El deseo de distinción, de ser distinto, de pronunciar un gesto idiosincrásico en este mundo, es la base del consumo, uno de los combustibles de la sociedad moderna, de esa pasión de la clase media según la llamó Tocqueville.
¿No es ese el fenómeno que hoy se observa en Chile donde los grupos medios, según observó el informe Desiguales del PNUD alcanza más del 60% de la población?
El dinero y el mercado, por supuesto, suprimen la distinción, que es posible encontrar desde Rousseau a Marcuse, pasando por Marx –y que los grupos ilustrados, piadosos, y de pasado satisfecho repiten con ánimo redentor– entre necesidades verdaderas y necesidades falsas, una distinción que justifica el paternalismo, la idea que los deseos de una persona adulta pueden y deben, en ocasiones, ser corregidos.
La competencia por el status, el deseo de diferenciarse
Los bienes son particularmente eficaces como marcadores de estatus (de ahí, como vimos, que las leyes suntuarias declararan que había ciertas cosas que el dinero no podía comprar: era una forma de independizar el estatus del consumo). Los bienes son herramientas de ascenso social, de competencia de estatus, mediante ellos se marca el lugar en la escala invisible o se indica el anhelo por empinarse en ella. Los grupos aristocratizantes no escapan a esta regla; aunque ellos borran este origen bastardo y material de las cosas sobre que se cimenta su lugar, con una pátina del tiempo que al cubrir los objetos hunde su origen en un tiempo aparentemente inmemorial.
Ahora bien, uno de los rasgos de la modernidad, de su apariencia líquida y cambiante, deriva del hecho que los marcadores de estatus están, en mucha mayor medida que en todas las formaciones sociales precedentes, entregados al dinero y al mercado. Sin embargo, de este rasgo que los bienes poseen, deriva una de las características más desoladoras y agobiantes del consumo como competición por el estatus. Se trata de los bienes posicionales, esos bienes escasos que al marcar un alto estatus se modifican muy rápidamente, de modo que cuando se masifican, se deshacen (o se corrompen, como diría Sandel). La cultura contemporánea, conforme se expande el consumo y los grupos excluidos acceden al mercado, es cada vez más abundante en bienes posicionales, desatando una dinámica de consumo sin fin, un deseo que no puede, simplemente, ser satisfecho. En esta dimensión del consumo —el apetito por bienes posicionales que se alejan cuando las mayorías logran acercarse a ellos— radica quizá una de las fuentes del desasosiego y la molestia que las grandes mayorías experimentan cuando logran acceder por vez primera a ese tipo de bienes.
El concepto de «bienes posicionales» fue acuñado por Fred Hirsch (2005) y el mismo fenómeno ha sido subrayado por Pierre Bourdieu bajo el concepto de «efecto de histéresis». Y en un marco conceptual muy distinto, por la literatura psicoanalítica, en especial Lacan y Žižek.
Hirsch distingue entre «bienes materiales», que son aquellos cuyo consumo genera utilidad en atención a las características intrínsecas que los constituyen, y «bienes posicionales» cuya función de utilidad no dependería, en rigor, de las características intrínsecas del bien, sino del grado en que el mismo bien es consumido por otros. Una vez que las necesidades materiales son satisfechas para la mayor parte de la población (los bienes que satisfacen esas necesidades son estrictamente privados en el sentido que su goce no depende del consumo ajeno), surge el anhelo de bienes posicionales, pero conforme aumenta el consumo de estos últimos, ellos se devalúan. «Así la frustración en la abundancia resulta del éxito en satisfacer previamente las necesidades materiales dominantes» (Hirsch, 2005:7).
Bourdieu, por su parte, llama la atención acerca del efecto que produce la democratización escolar o la masificación de los certificados profesionales. Cuando ese tipo de bien se masifica —como, por ejemplo, ocurre en las sociedades que se modernizan y amplían la cobertura— y los sectores tradicionalmente excluidos acceden, se produce el efecto de histéresis (del griego «llegar atrasado»): las mayorías históricamente excluidas esperan encontrar en el certificado educacional los bienes que este proveía cuando eran un verdadero sucedáneo de título de nobleza y ellos lo miraban a la distancia. Este fenómeno alimentaría todas las protestas frente a la «finitud social» que son propias de la contracultura adolescente (Bourdieu, 2000: 140) (un ejemplo de las cuales se encontraría en el París del 68 a juicio de uno de sus testigos, Raymond Aron).
Lo que ponen de manifiesto Hirsch y Bourdieu, cada uno a su modo, es que el deseo de consumir no está anclado solo en la existencia biológica o natural (lo que permitiría distinguir entre necesidades reales y falsas) sino que posee un componente simbólico. El deseo humano no tendría que ver con la simple satisfacción pulsional o de las necesidades, sino con el sentido.
Quien ha subrayado esa dimensión del deseo —del que evidentemente el consumo participaría— es la tradición psicoanalítica.
Para Lacan (2014) es necesario distinguir entre la existencia biológica y la existencia, por llamarla así, subjetiva: una cosa es la corporalidad que somos y otra, distinta, la conciencia que tenemos del ser que somos. Esta distinción aparece en Lacan como una distinción entre lo real y lo simbólico. El humano experimentaría un anhelo permanente de satisfacción total en lo real, a ese anhelo lo denominó jouissance (goce). Pero lo real no puede ser nunca satisfecho y debe ser contenido al interior de la realidad tal como ella viene mediada por la cultura y el lenguaje. Lo real es así un remanente que está fuera de la cultura y lo simbólico, es un resto imposible de colmar y de alcanzar. Ese resto imposible de ser colmado crea una gradiente de deseo, el impulso de ir siempre por más, la ilusión de superar la escisión entre lo biológico, por decirlo así, y lo subjetivo. Esa ilusión es la fuente de las fantasías (desde las fantasías románticas a las que alimenta la publicidad) y el combustible para la búsqueda del goce.
El goce entonces no es exactamente el placer, sino más bien lo que atrae pero que a la vez deja permanentemente insatisfecho. Se parece a lo que Aristóteles –en la Etica nicomaquea— observa acerca de la estructura de los fines. Los hombres, dice, apetecen cosas; pero ha de haber alguna que apetezcan por sí misma porque de otra forma, si todo lo que el hombre apetece lo apetece en vistas de otra cosa ulterior, entonces, concluye Aristóteles, todos nuestros deseos serían inútiles y vanos.
Para Lacan —como más tarde para Žižek (1989)— ese movimiento circular del deseo o del impulso produce goce; el disfrute, en otras palabras, es el placer producido por la experiencia dolorosa de ver alejarse una y otra vez la meta, el anhelo más profundo. Con respecto al impulso, entonces, el objeto de goce no es lo que el sujeto está tratando de alcanzar pero no puede. En vez de eso, se trata de un plus, de un extra, que adhiere a ese proceso de búsqueda, a ese empeño ( a esto Lacan, tan dado a la terminología idiosincrásica, llama el objet petit a).
Nota final
¿Ayuda a comprender algo de la situación de Chile y los fenómenos del último tiempo, desde el malestar que venía de fines de los noventa a las protestas de ánimo cohesivo y que hace un tiempo adoptaron incluso un tinte carnavalesco, la literatura y las ideas que se acaban de mostrar?
Pienso que sí.
Cuando se mira hacia atrás, no cabe duda que el principal fenómeno que Chile ha experimentado es eso que Marx, en el famoso Prólogo a la Contribución a la Crítica de la Economía Política (1859) llamó las condiciones materiales de la existencia. Los chilenos y chilenas han experimentado en las tres últimas décadas cambios en esas condiciones que antes tomaban el lapso de dos o tres generaciones. Eos cambios han hecho brotar grupos medios (distintos a la vieja y modesta mesocracia) desanclados, poseídos por la pasión por bienes estatutarios, más autónomos e indóciles a la viejas élites, más prósperos pero que también empiezan a experimentar las incertidumbres y desasosiegos de la libertad y la individualización. La libertad moderna atada a la intimidad, el desanclamiento de las relaciones sociales, el peso de las preferencias y el deseo de diferenciarse, es decir los fenómenos que hemos revisado, están a la base de la sociedad chilena de hoy y serán, me atrevo a augurar, la clave de la política de los próximos años. Comprender esos fenómenos -su lado opaco, pero a la vez su lado luminoso, la “rosa en la cruz del presente” para usar la frase de Hegel- es el desafío que demanda a sus intelectuales y políticos el Chile contemporáneo.
Referencias
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