Juventudes, Violencia y Política: Ventana de un Perfil Generacional

Escrito por:
Martín Hopenhayn
Publicado el 21/12/2020
Escrito por
Pablo Oyarzún
¿Pensar la violencia? Debo decir que me ha llamado la atención el nexo juventud(es) y violencia. En cierto modo, es dar por supuesto un sujeto […]
Escrito por
Manuel Canales
Nota introductoria Uso dos de la  distinciones o perspectivas propuestas en el texto como ventanas al hablar o discurso social del asunto; me […]
Escrito por
Loreto Cox
¿Con qué frecuencia usted justificaría participar de barricadas o destrozos como forma de protesta? ¿Provocar incendios en edificios y locales […]
Escrito por
Benjamín Arditi
Martín Hopenhayn es un gran cronista del presente. Observa el nexo entre juventud y violencia desde ángulos ligeramente diferentes de lo habitual. […]
Escrito por
Alejandro San Francisco
Juventud, violencia, historia En el ámbito de los principios, resulta bastante transversal en la sociedad chilena rechazar el uso de la violencia […]
Escrito por
Ana Figueiredo
“La violencia juvenil precipita una doble extroversión: pone sobre la mesa (estira sobre la ciudad) la transversalidad del abuso como elemento […]
Reacción Final
Escrito por
Martín Hopenhayn
VIOLENCIAS Y PERTENENCIAS: COMENTARIOS DESDE LOS COMENTARIOS Agradezco los comentarios respecto del texto que aquí he presentado, y que matizan, […]
Takoma Park, Maryland, EE.UU
Leer editorial

A modo de introducción: la ventana de la violencia

La violencia responde a funciones diversas y está sujeta a múltiples lecturas. Hay violencia instrumental (p.e., para gatillar la revuelta masiva); expresiva (extroversión de emociones y visibilización de actores), reactiva (p.e. reflejo/reverso de abajo hacia arriba); o agonística (el enemigo o la lucha que da sentido). La violencia puede tipificarse según si es física o simbólica, social o delictiva, de mafias y “paralegalidades”, de Estado o contra el Estado, estructural o institucional, entre clases o naciones, y entre grupos marcados por identidades múltiples. Puede usarse como expediente para resolución de conflictos, soberanía sobre territorios, dominación de unos sobre otros o captura de bienes económicos o simbólicos. Puede, también, emerger coyunturalmente como respuesta a una situación de crisis o conflicto.

En el estallido social de octubre pasado, en Chile, emergió una violencia que resulta hasta hoy difícil de tipificar. No consideraré aquí la violencia de Estado o institucional, que estuvo presente y sigue hasta hoy sujeta al escrutinio público y el juicio crítico. Tampoco especularé sobre la concurrencia de agentes paralegales (crimen organizado), lumpen “anómico” y/o agitadores internacionales. Mi interés es leer la violencia como ventana a la comprensión de la juventud chilena frente a la política y lo político en el actual momento histórico. No pretendo formular juicios de valor sobre la violencia ni sobre su legitimidad; sino abordar el problema de la legitimidad de la violencia en el llamado estallido social, desde el lugar de sus propios actores; y ver si abre una ventana para interpretar las formas emergentes en que la juventud se relaciona con lo político y la política.

En este marco, las siguientes preguntas motivan este artículo:

  • ¿Cómo se relaciona esta violencia ejercida por jóvenes con tensiones propias de la subjetividad juvenil en el Chile actual?
  • ¿Se inscribe, esta violencia, en un nuevo imaginario político que se deslinda de otros que tuvieron generaciones precedentes y que dieron sentido a la violencia en sus respectivos momentos?
  • ¿Qué nuevos discursos o prácticas, asumidos por la juventud actual, legitiman el recurso a la violencia?
  • ¿Qué aporta la violencia a quienes la ejercen o legitiman su ejercicio?
  • ¿Cómo se relaciona la violencia con la crisis de legitimidad del sistema político, económico e institucional?

 

  1. Violencia reactiva y expresiva desde el significante del abuso

Las palabras “abuso”, “desigualdad” y “dignidad” han sido los mantras transversales durante el estallido social. Llegaron para quedarse. No irrumpen por casualidad y tienen íntima relación entre sí. La relación entre abuso-desigualdad-dignidad marca un continuo entre condiciones materiales y resonancias subjetivas.

La indignación tiene, además, tres gatillos claros. Por un lado, La democracia centrada en derechos infunde una conciencia de ciudadanía que desnaturaliza el privilegio en el imaginario colectivo para volverlo una injusticia intolerable: lo que antes se construía como destino, hoy se deconstruye como abuso.

Por otro lado, la meritocracia como metavalor de la modernización, queda desmentida ante las desigualdades cruzadas; con ello se sustrae el piso para la adhesión a un horizonte normativo que regula el ciclo de vida, dejando la rabia y la irritación al descampado. Finalmente, en esta modernización hemos tenido movilidad social, la fuerte emergencia de una juventud popular con sus propios recursos expresivos, y la expansión de la educación, todo lo cual trajo también un sentido de “igual a igual”, donde al abuso se reacciona sin inhibir la carga emocional. La sociedad red no sólo pone a los ojos de todos y todas cada forma, actor y evento del abuso, sino que además hace circular, con la información que destapa, un quantum de indignación que se potencia a medida que se viraliza. La combinación, tarde o temprano, resulta explosiva.

Ya antes del estallido el abuso emergió como significante articulador de la desigualdad. Lo antecedió el mayo feminista del 2018. El abuso constituyó el lugar puntual (casos concretos de abuso de género en universidades) a partir del cual se viralizó en doble sentido: en la lógica de funa (el caso privado se vuelve público), por un lado; y en el tránsito del problema del abuso sexual concreto a una condena sistémica a todas las formas de discriminación y poder implicados en el machismo, el sexismo, el falocentrismo, la sociedad patriarcal y heterocentrada. Se forjó un punto de articulación desde lo micro a lo macro, lo cotidiano a lo sistémico, lo institucional a lo estructural, y se reflejó luego en las pintadas y los cantos en el estallido: “Ya no hay mano pa los abusos, ni de los machos ni del Estado” reza un graffiti; “Aborto legal, fuego al Estado Patriarcal”, reza otro, “El violador eres tú…el Estado violador….”.[1]

Esto lleva a pensar la relación entre la viralidad y el abuso. La lógica viral en las redes juega un papel importante hoy en la movilización social y la construcción colectiva del discurso del abuso. Los flujos tienen fuerza centrífuga porque lo viral se expande hacia espacios virtuales crecientes; pero tiene también ese espiral centrípeto en que es tanto lo que retorna al lugar denso de la indignación y la confrontación.

La lógica viral tiene otro sentido, a saber, el efecto de contagio y desplazamiento de ese “otro abusador” desde un sujeto a otro. No sólo es cuestión de progresión exponencial en la circulación, sino también de “multiplicación del adversario” por vecindad semántica, analogía, o complicidad funcional. En ello, el estallido ha colocado frente a sí al menos cuatro frentes reunidos como núcleo del abuso: el dinero, la política, las fuerzas represivas del Estado y la ideología liberal.[2] Se puede agregar, complementariamente, una espiral de demandas e impugnaciones (“no son treinta pesos, son treinta años).

¿Es el cuestionamiento sistémico, desde una posición antisistémica en que la violencia va de la mano con la radicalidad del contenido, un efecto de este encadenamiento de tópicos, unido por significantes que se activan viralmente en las redes? Me parece pertinente preguntarnos si existe una relación entre la legitimación de la violencia como recurso instrumental, expresivo y político, y el carácter sistémico-proliferativo de aquello que se impugna. ¿En qué punto la violencia misma se da, también, como efecto metonímico del estallido, vale decir, se establece en el imaginario una contigüidad significante entre la manifestación, la consigna, la pintada, la barricada, la primera línea, la quema y el sabotaje?

La construcción del abuso como significante central de una conciencia crítica en la juventud contó con dispositivos comunicacionales entre redes y calles: el meme, la funa, el trap, la performance colectiva, entre otros. Y también con muchos colectivos territoriales de pequeña escala, grupos autodefinidos como anarquistas, movimientos autogestionados, frentes regionales centrados en luchas locales en torno al conflicto indígena, inversiones en recursos naturales, acceso al agua o anti-centralismo. Además, las movilizaciones más emblemáticas de la revolución de los pingüinos en 2006, la revuelta estudiantil de 2011, el movimiento anti-represeas de 2011 y 2012, el movimiento anti AFP de 2017 y el mayo feminista de 2018, forjaron precedentes, aprendizajes y pautas alternativas de socialización. Si el estallido amalgama dispositivos, también amalgama estas movilizaciones y grupos atomizados que venían cuajando con modesta visibilidad y tenían presencia espasmódica en marchas y tomas. Ahora convergen en una masa crítica. Ese mosaico disperso y diacrónico se hizo, en poco tiempo, denso y sincrónico.

¿Hasta qué punto la violencia del sujeto joven encarna en esta convergencia donde lo “molecular” antisistémico devino “molar” (en jerga deleuziana) al calor del estallido? ¿Opera, acaso, la violencia, como catalizador de este “amalgamiento” o como un exceso de carga que ese mismo amalgamiento produce en su “densificación”? ¿Cómo se relaciona la violencia con este efecto de convergencia, de coagulación y al mismo tiempo, de descompresión?

Hay otra construcción que surge en el estallido respecto del discurso del abuso, resignificado también desde un relato familiar e intergeneracional. Evocó, la juventud, a sus padres curtidos por el dolor de derrotas y humillaciones en dictadura. Juntó retazos recogidos entre redes, proclamas, textos de estudio y narrativas orales para invocar una historia larga regida por el abuso -inquilinos en el mundo oligárquico rural, ancestros cuyos fantasmas reclaman redención, un pueblo violentado y explotado, mujeres y ese Chile popular mirado con desdén y prepotencia-. La autocomprensión del joven como abusado se inscribe no solo a lo ancho (en el entramado interseccional o intersectorial del presente) sino también en la línea del tiempo (como herencia, recurrencia, continuidad entre generaciones).

No es casual que los cantos emblemáticos del estallido, vitoreados a coro con la emoción de un “estar juntos” transgeneracional, vayan desde Víctor Jara hasta los raps inventados sobre la marcha, pasando por Los Prisioneros. Lo mismo con el grito originario del estallido: no son treinta pesos, son treinta años (bandera de una juventud que no había nacido hace treinta años). Confrontamos una doble convergencia en las multitudes movilizadas: la de distintas juventudes y la de distintas generaciones. Nuevamente lo diacrónico se hace sincrónico, y este rasgo imprime en la protesta una idea de transversalidad que también toca lo social: hasta la juventud de las universidades más elitistas quisieron hacer parte.

Podemos preguntarnos si la construcción significante del abuso como anclaje en la subjetividad compartida, en su proliferación mosaica y luego su ilación histórica, sitúa la violencia en un lugar de respuesta, pago equivalente, contracara, equilibrio o reciprocidad. Por más que se condene la violencia, es difícil no leerla en su dimensión de signo y de correspondencia. Al poder económico, político y de la fuerza pública, identificados por la juventud como agentes del abuso, se les habla su lenguaje pero invertido en la transgresión de “su” orden: sabotaje, saqueo, destrucción de bienes públicos, barricada, quema, pintadas, enfrentamiento directo con carabineros o soldados. La violencia juvenil precipita una doble extroversión: pone sobre la mesa (estira sobre la ciudad) la transversalidad del abuso como elemento dominante en la sociedad; y replica la violencia implícita en el abuso mediante esa otra violencia explícita en la confrontación.

Que el estallido, en su dimensión catártica y catalizadora, tenga un componente violento, puede también entenderse en clave de mecánica de extroversión. El sello de identidad de la protesta es “Chile despertó”. Este “despertar” condensa extroversión, movilización y convergencia, unidas como reacción al abuso. A su modo, la violencia gatilla y refleja el despertar.

 

  1. Violencia y disonancia: cuando las contradicciones se vuelven tensiones

Chile ostenta disonancias que se hicieron notables en la secuencia de los significantes “oasis-abuso” que marcó el antecedente y luego el momento del estallido social.  Indicadores positivos y publicitados son la reducción de pobreza e indigencia, difusión del consumo y el financiamiento, años de escolaridad, provisión universal de servicios, estabilidad macroeconómica, e incluso reducción de la inequidad. Pero en contraste, la gente vive y palpa la concentración de la riqueza, techos a la movilidad social, segregaciones territoriales cruzadas, violencia de género, tratos diferenciados de cara a la salud y la seguridad social, estrés financiero y laboral, desigualdades persistentes en el eslabón educación-empleo y en redes de influencia, impunidad del poder económico y político, entre otros. Todo esto se puede traducir en una gran disonancia que pone el éxito del modelo como discurso recurrente y el malestar ciudadano como vivencia dominante.

A esto se suman disonancias que la juventud vive con particular intensidad: más acceso a educación que generaciones precedentes pero una tasa de desempleo que duplica o triplica la de dichas generaciones; más acceso a información (vía educación y conectividad) que no se traduce en mayor acceso a instancias deliberativas de poder; más autonomía moral y simbólica pero menos autonomía material/económica; empoderados en las redes sociales pero manipulados por la “economía de la atención” en las mismas redes; internalización de la titularidad de derechos sociales pero percepción de una sociedad manejada por sistemas de privilegios.

Estas disonancias violentan y trastornan. No son nuevas, pero se añaden nuevas, de las que quisiera plantear las siguientes.

La primera es que la juventud ha estado cada vez más lejos de la política representativa[3], pero más cerca de la política expresiva; y cada vez más lejos del sistema político pero cada vez más intensiva en politizar sus espacios de vida privada y cotidiana y convertirlos en temas de conflicto y deliberación. Pareja, familia, institución escolar o universitaria, género y sexualidad, economía del cuidado, son campos que se desnaturalizan y convierten en zonas de disputa. Se abre una disonancia entre esta intensidad en lo político y la distancia respecto de la política representativa.

Llega un punto, sin embargo, en que lo político y la política, para la propia juventud, se empiezan a cruzar. Que “todo sea político” o que “lo personal es político” pasa de la academia feminista, postcolonial y/o deconstruccionista, a un nuevo sentido común. En esta ampliación del “campo de batalla” la política se permea por lo político, como si la confrontación con el Estado fuese prolongación de la disputa en la familia, la pareja, el empleador, el policía, el docente. Ya mencioné el salto viral del caso puntual a la estructura general, vale decir, un inductivismo en aquello que se define como relación de poder. La disonancia entre intensidad de lo político y distancia de la política se transfigura en la intensificación del conflicto en la política como si fuese de lo político. Una fluidez inédita vincula lo doméstico y lo estatal, lo privado y lo público, lo personal y lo sistémico. Ninguna ideología totalizadora –ni el marxismo, ni la teoría crítica- pudo infundir esta contigüidad de politización que vemos ahora.

La segunda disonancia emergente, sobre todo entre jóvenes, es la brecha entre la esfera de lo sensible-inmediato y de lo político-representativo. La primera esfera cobra primacía en la nueva relación entre estética y mercados, sensaciones y ánimos, centralidad del diseño y la forma, la industria de la música, la vida sexual y el consumo de drogas, la gratificación inmediata, entre otros. Ante esta centralidad de lo sensible, palidece la política en su insomnio administrativo, su prurito pragmático, su lentitud en los cambios, su lógica de cálculo y negociación. El lugar de los sentidos en lo cotidiano, y el lugar de los saberes en la gestión, se vuelven más refractarios entre sí. Cuando el subsistema de lo sensible-estético entra en contacto con ese otro subsistema de lo político-administrativo, lo hace desde su dimensión expresiva y su móvil anímico.

La violencia, en su función expresiva, también puede estar hablando de este abismo entre lo sensible-experiencial y lo político procesal. Constituye, a su manera, la prolongación de lo sensible por otros medios. Hay, en el ejercicio de la violencia en el estallido, y para quienes la ejercen o legitiman, su valor como performance, estética, experiencia compartida y sinestésica.[4]

La tercera disonancia se refiere a la deconstrucción, tal cual este significante ha migrado desde la teoría feminista y poscolonial hacia la política, y tendiendo un puente entre lo político y la política. Más allá de su rigor conceptual, ese uso difundido remite todo juicio, uso del lenguaje y posicionamiento a un “lugar de enunciación” marcado por una relación de poder, dominación, cosificación, discriminación, explotación y/o, abuso[5]. El “desde dónde” refiere: a quién habla, qué lugar ocupa y ha ocupado, con qué grupos tiene su pertenencia, cuál es la historia de su propia habla y su relación con el lugar social, sexual, cultural que ocupa, en que ideología, identidad o interés se inscribe lo que habla. Las deconstrucciones, como en el efecto viral, muestran las filiaciones y genealogías, y desenmascaran metonímicamente al interlocutor; pero también procuran emanciparnos respecto de nuestra propia herencia de dominación en los campos de género, sexo, sexualidad, generaciones, identidad cultural, clase social y relación con las instituciones.

Por un lado abre esto un potencial emancipatorio en el sentido más genuino (hacerse cargo y liberarse de estructuras de dominación internalizadas). Sin embargo, se produce la disonancia entre un yo interno que procura deconstruirse respecto de su propia herencia, pero que al mismo tiempo nunca logra reconciliarse con un mundo que ve como refractario a la deconstrucción.

Para la juventud movilizada, el “desde dónde” deslegitima desde la partida el lugar de la política representativa, la pertenencia al sistema político o al propio Estado o al mundo empresarial (definido como endogámico, de privilegios, corrupto, clasista y desvinculado de los demás). Desata un modo agonístico de comprender la relación con el poder en todos sus frentes. Se abre un pozo sin fondo donde se vuelve muy difícil una gramática del conflicto o, parafraseando a Habermas, una “razón comunicativa”.

¿Constituye esto un pozo sin fondo un lugar para incubar la violencia como efecto, síntoma y signo? ¿Derribar estatuas, funar políticos o agredirlos en la calle, rayar o quemar edificios emblemáticos de ese poder y sistema que se confronta, hace parte de esta lógica en que se vuelve imposible de reconstruir un lugar de conversación cuando todo remite a un núcleo originario e irredimible de abuso?

La cuarta disonancia se relaciona con el metavalor de la meritocracia como regulador de esfuerzos, expectativas y logros por parte de la juventud. La meritocracia propone, como metavalor, la idea de una sociedad sin restricciones a la movilidad social, y la equidad entendida como justa distribución de esfuerzos y recompensas. Contribuyó centralmente a este valor, durante la primera década de este siglo, la ampliación de la cobertura de la educación superior. Allí la juventud quedó puesta como el sujeto en que esa meritocracia se hace carne.

Pero en algún momento el metavalor se quiebra en muchos frentes, para muchos, y en distintos cortes del ciclo de vida. A la idea de mérito personal empieza a oponerse, como una vieja condena que retorna con nuevo rostro, la de fatalidad colectiva. Se invierte el equilibrio entre responsabilidad individual y predestinación social respecto de la propia suerte. La disonancia entre el metavalor difundido y la realidad vivenciada se vive como violencia estructural.

¿Existe relación entre la legitimación de la violencia política desde la juventud y este quiebre del metavalor de la meritocracia como eje del imaginario del modelo de modernización vigente en Chile, y asentado desde hace cuatro décadas? En el discurso que la legitima ¿la violencia tiene como objeto impugnar, con su lenguaje explícito, el soterrado desmentido a la meritocracia? ¿Restaura, la violencia, un equilibrio, al conmensurar la promesa incumplida (“no son treinta pesos, son treinta años…”) con la transgresión de ese orden, cuyo metavalor se revela como una ficción o una estafa?

 

  1. Violencia y pertenencia

Contra muchos pronósticos, en el estallido social la ciudadanía no se escindió de modo tajante entre quienes sí fueron parte de acciones consideradas violentas (sabotajes, quemas, saqueos, enfrentamientos, barricadas) y el resto de la población que, al margen de estas acciones, apoyó las demandas y reivindicaciones sociales implicadas en el estallido.

Esta no escisión entre la protesta de masas y los actos de violencia apela a una idea de comunidad perdida. Ya en 1998, en el debate entre “autoflagelantes” y “autocomplacientes” de la Concertación, se discutía si uno de los grandes costos de la modernización vigente era la merma en el sentido de pertenencia. El debate se reflota cuando incluso las promesas de esa modernización aparecen incumplidas, o traicionadas, para una gran mayoría. ¿Dónde anclar un nosotros ampliado entre quienes atestiguan un modelo donde persisten privilegios, los derechos son más de jure que de facto, la segregación atomiza el colectivo, y la comunidad se ve diezmada por las impunidades que vinculan el poder con el dinero?

De golpe, un 25 de octubre, se congrega, de manera casi espontánea, la manifestación más grande de la historia de Chile: sin una demanda clara, pero con un “nosotros” que cuaja desde la dispersión del abuso a la condensación de su resistencia. Se precipita un acontecimiento de pertenencia en un sistema de despojo. Allí entran todos, incluidas las barras bravas que se turnan el altar de la Plaza de la Dignidad, la primera línea que pasa de la imagen vandálica de los encapuchados al rol épico del escudo humano para proteger a los demás, los rayados en paredes y escaparates, las piedras que se juntan para interrumpir las grandes alamedas, la pulseada con la policía en su propio terreno, los hijos del Sename perdidos entre la multitud, las rabias compartidas.

¿Hasta dónde la violencia hace parte de esa dialéctica, comulga con ella? ¿Cuánta fluidez, complicidad, continuidad hay entre las banderas multicolores, el baile y la celebración, las canciones entonadas al unísono, las barricadas, los jóvenes de la primera línea, las quemas, los encapuchados enfrentados con las fuerzas policiales? ¿Son todos parte de un ritual de pertenencia común frente a un modelo que fragmenta y corroe el sentido de pertenencia?

 

  1. Conclusión: género próximo, diferencia específica y puntos para la discusión

La violencia asociada al estallido social de octubre pasado remite a una relación de la juventud con la política, y con lo político, distinta a la de la violencia ejercida por juventudes revolucionarias de las décadas de sesenta y setenta, o juventudes de resistencia o protesta entre las décadas de setenta y ochenta del siglo pasado en Chile. La primera apuntaba a gatillar y cambiar la correlación de fuerzas de cara a la conquista del Estado y la instauración del socialismo; y a la vez con la idea de que la violencia revolucionaria era “partera de la historia”. La influencia guevarista en las distintas guerrillas que se dieron en América Latina impregnaron el imaginario con espíritu de epopeya y vocación redentorista: morir por el pueblo y su liberación.

La generación siguiente, en la relación entre política y violencia, fue forjada en la matriz de resistencia. El caso de Chile, aunque no el único, es elocuente. La resistencia a la dictadura tuvo una expresión masiva en las protestas que comenzaron en 1983-84, en la periferia de sectores populares en Santiago, y su expresión armada en las acciones del FPMR, cuyo acto más emblemático fue el atentado contra Pinochet. A diferencia de una juventud de clase media universitaria de décadas anteriores, la nueva protagonista fue la juventud popular urbana, territorializada, con poco que perder en capital educativo o empleo; sin acceso a canales de movilidad social ni al nuevo repertorio del consumo, moviéndose entre significantes políticos y agresiones callejeras (peajes obligados, quemas en calles avenidas); echando mano de emblemas históricos (por ejemplo, el allendismo) para darle discurso a su gesto. Más gestual que discursiva, más visceral que ideológica, más reactiva que propositiva.

Planteo a continuación la pregunta para el debate y los comentarios que pueda generar este artículo: ¿Cómo se inscribe el lugar de la violencia, y su relación con la política, en la generación/juventud que protagoniza el estallido en octubre pasado? Partamos por el género próximo. En primer lugar, en las distintas generaciones la violencia se relaciona con un cuestionamiento al sistema, entendido desde su estructura de clases, sus injusticias sociales y sus sistemas de dominación. En segundo lugar, la violencia tiene una función a medias instrumental y a medias de visibilización: pone en la política algo que no estaba y fuerza a ampliar la “consideración de lo posible”. En tercer lugar, dentro del arco político hay una identificación con la izquierda, por difuso o diverso que sea el discurso ideológico y la estrategia política.

Pero hay diferencias específicas que marcan una irrupción distinta en las juventudes del Chile actual. Por problemas de extensión, concluiré con ello de manera conjetural y esquemática. Me parece que estas consideraciones resumen esta relación que he querido proponer entre legitimación de la violencia, subjetividad juvenil y sus relaciones con lo político y la política, y las propongo como ejes para la discusión:

  1. La dimensión expresiva de la violencia sugiere una filiación estrecha entre crítica sistémica y energía emocional, pero también pone en escena un juego de contracaras ante el significante del abuso. El abuso corta en ambos sentidos: de un lado la visión de que el abuso lo permea todo desde la desigualdad en todos los frentes; y de otro lado la reacción de “rabia ante el ninguneo”, la pérdida del miedo ante el poder y la necesidad de autoafirmarse desde esa vivencia emocional en que la misma rabia confirma, en una suerte de argumento invertido. En clave de sociedad líquida, podemos sugerir que el “stock” de violencia estructural e institucional se canaliza como “flujo” de la violencia expresiva. Pero al mismo tiempo la impugnación antisistémica, liga la violencia a una lógica de respuesta/reverso de la violencia estructural. Frente a un abuso considerado ubicuo y omnipresente, la violencia se da como respuesta, pago equivalente, contracara simétrica, signo de correspondencia. Como dije antes, al poder económico y político se les habla su lenguaje, pero invirtiendo la dirección en transgresión: sabotaje, saqueo, destrucción de bienes públicos, barricada, quema, pintadas, enfrentamiento directo con carabineros o soldados.
  2. La violencia tiene relación con el efecto de condensación viral-metonímico donde el emplazamiento se extiende del caso a la estructura, del sector al sistema, y de un agente a un modelo. Hice referencia antes a esta espiral centrípeta del emplazamiento. Como en las redes, la fuerza viral estalla desde lo larvado a lo difundido, lo reprimido a lo exteriorizado, lo puntual a lo sistémico. ¿Hasta dónde la violencia se legitima por ese carácter proliferativo de aquello que se impugna, vale decir, emula el encadenamiento de significantes que impugna, colocando, como signos contiguos, la manifestación, la consigna, la pintada, la barricada, la primera línea, la quema y el sabotaje?
  3. La violencia en la analogía entre economía de la atención y política de la atención. Tal como en el modelo de negocios de la economía de la atención, la clave es mantener la agitación emocional del usuario para pegarlo a la pantalla, lo que se vuelca luego como modelo del conflicto de la política de la atención es la violencia y el desborde para sostener la centralidad del conflicto.
  4. La violencia es un síntoma de la inconmensurabilidad entre lo político y lo social. No es privativa de Chile la profunda crisis de legitimidad del sistema político ni del liberalismo democrático. Pero el creciente aislamiento entre lo político y lo social pone la violencia no sólo en el lugar del puente (como recurso último para politizar lo social), sino también como síntoma de la inconmensurabilidad. Es una generación que primero vive con indolencia, pero luego con impaciencia, la distancia de la política representativa y deliberativa respecto de sus propias aspiraciones y frustraciones, y que hoy condensa esa brecha como ninguna otra generación.
  5. Hay disonancias que violentan la subjetividad, y la violencia constituye un lugar de exteriorización de ese violentamiento. Hice referencia a las disonancias propias del Chile oasis-abuso, a aquellas que afectan a la juventud, y disonancias emergentes. Aludí, al respecto, al “pozo sin fondo” de la deconstrucción del otro-dominante, en que se profundiza el abismo y donde la razón deliberativa resulta muy difícil; al derrumbe del metavalor de la meritocracia que debía operar como pegamento en la cohesión social, pero que se revela como la gran promesa incumplida en la base del acuerdo de la modernización vigente; a la disonancia entre sociedad de derechos y pervivencia de privilegios; a la contradicción entre mayor acceso a información con menor acceso al poder político; al contraste entre los indicadores del Oasis y los del abuso. ¿Hasta dónde estas disonancias que vinculan contradictoriamente las estructuras, las instituciones y la subjetividad, se revierten hacia afuera con el signo de la violencia?
  6. El lugar de lo sensible. Se ha hablado bastante de la primacía de la pulsión sobre la razón, y de una inversión en los términos de argumentación: porque lo siento, es verdad. La rabia me confirma que tengo razón frente a un adversario. Análogamente, la violencia opera también como efecto de confirmación: si se ejerce violencia es porque se merece hacerlo. Se construye a ese otro “inconversable” desde la violencia que confirma la imposibilidad de negociación (y no al revés: agotadas las vías de negociación, se recurre a la violencia).
  7. La paralegalidad instituye la legitimidad de no atenerse al orden público. Estudios sobre el crimen organizado, la segregación urbana, las barras bravas y las pandillas muestran que no es la anomia, sino “otras normas” lo que prevalece, con sus propias estructuras de autoridad, rituales de pasaje, ajustes de cuentas, control sobre territorios, sistemas de promoción, requisitos de membrecía. Operan al margen de la ley, violando la ley, pero tienen a la vez su propia ley. Por eso se definen como paralegales. Constituyen un mecanismo de socialización en lo paralegal donde la violencia juega un papel estructurante. Son focos de aprendizaje que calan en la vida de grupos de jóvenes, y pasan a ejercer la lógica de la paralegalidad en la violencia política: colonizan espacios, defienden territorios, se enfrentan al poder legítimo del Estado como si la legitimidad del poder fuese algo a disputar.

 

Citas:

[1] Podemos estar o no de acuerdo con este salto de lo puntual a lo sistémico, pero ese no es el punto aquí; lo que quiero constatar, en este caso, es la fluidez con que en una revuelta (la feminista del 2018 y la transversal del 2019) se construye contigüidad de sentido entre un tú singular y un sistema general, en que la sociedad entera queda emplazada.

[2] No entraré en detalles sobre el alcance que tiene el neoliberalismo en sentido estricto. Bien sabemos que el significante opera, en la denuncia, con una elasticidad mucho más amplia que la de la teoría.

[3] Una excepción es la reconversión hacia el parlamento de ex líderes estudiantiles, lo cual ha generado sus propios conflictos.

[4] No es mi objeto criticarla por su dimensión pulsional, como se lo ha hecho, sino ver sus distintas caras y a qué pueden remitir en la relación de la juventud con lo político y la política.

[5] En sentido estricto tal vez sea más preciso, aquí, hablar de genealogía (en la recreación que Foucault hace de Nietzsche) que de deconstrucción en el sentido originario de Derrida.